8ª Parte: Diablo viejo

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El Aprendiz abandonó el palacio real con la noche, cargado con algunos dulces, baratijas varias y el contrato, firmado y sellado por su majestad, en el que se escribirían los términos y condiciones de la guerra por llegar.

Bajó las escaleras del palacio de dos en dos, mientras tarareaba con voz rota una vieja tonada romántica, feliz con el estado de las cosas y el estado de sus planes. La plaza a los pies de la escalera estaba vacía, como también lo estaban las calles de Deitronos. La perfecta ciudad del príncipe de la luz no sentía el aguijón del crimen, todos cuantos vivían entre aquellos muros eran ricos o esclavos, los primeros no sentían la necesidad de lanzarse a los callejones navaja en mano a labrarse un futuro, los segundos dormían en sus cuadras, en preparación para el día por venir.

Por eso cuando unas manos lo aferraron con firmeza y lo empujaron contra la pared de un estrecho callejón, el Aprendiz no sintió la punzada del miedo. Sabía bien con quien debía estar tratando.

Saludó con una sonrisa mordaz a la monstruosa Nana, sin prestar atención al cuchillo en su cuello.

—Ah, mi querida Jenny —espetó con desparpajo a la muchacha—. Que grata sorpresa ver que os habéis arreglado para la ocasión.

La chica siseó mostrando sus dientes verdes, decorados de tal manera que parecían puntiagudos y afilados. Guardó el pequeño cuchillo en su manga y clavó una mirada enmarcada en carbón en el Aprendiz, por debajo de su cabello cubierto de verdín.

—Llegas tarde. Dos días tarde ¿Por qué?

—¿Acaso no estáis familiarizada con el viejo adagio, querida? —respondió con afectada inocencia el Aprendiz—. Me temo que, las cosas de palacio, marchan despacio; y personalmente considero la prisa una pésima consejera en esta clase de negocios.

Jenny torció la boca en una mueca de desacuerdo, pero tuvo el buen tino de guardarse su opinión.

—Espero que hayas hecho lo que tenías que hacer, despojo.

El Aprendiz levantó las cejas con ingenuo asombro, una mueca tan llena de amargo sarcasmo como todo el resto de sus gestos.

—Pero, mi niña ¿Intentáis decirme que no estaban los ojos y oídos de Fuerte Rosa pendientes de mi actuación? —se quejó—. Estoy seguro de que ya me abríais apuñalado si tuvieseis noticia de que os la he jugado ¿Me equivoco?

—No —admitió Jenny—. Pero no está de más comprobarlo dos veces.

—Bien pues —aceptó con resignación el hombre, encogiéndose de hombros—. Todo ha ocurrido tal como estaba diseñado que sucediese. El Emperador no sospecha nada, me temo que el vanagloriado príncipe de la luz es más inocente de lo que lo sois vos, querida —se burló mientras acariciaba con suavidad la mejilla de la muchacha.

Jenny apretó el cuchillo contra su cuello, lo cual no logró sino arrancarle una carcajada apergaminada al encapuchado.

—Vuestra ternura me conmueve —graznó divertido el Aprendiz—. Ah, había tantas muchachas apetitosas en las salas del imperio, pero ninguna tan dulce y adorable como vos, mi niña.

Jenny lo fulminó con la mirada, al borde de un ataque de ira. Se mordía el labio con rabia y un tímido rubor subía por su cuello desnudo.

—Continua —exigió con voz temblorosa y amenazante.

—Bien —siguió el Aprendiz, satisfecho—. Como decía, nuestro muy amado soberano ha aceptado los términos de nuestro negocio. Está más que conforme con cualquier trato que ponga la cabeza de Roncefier en la punta de una pica, incluso si eso significa perder Maligna.

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