2ª Parte: Suerte suprema

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La Penitente gruñó como una bestia encadenada, se mordió los labios abrasados y arañó sus brazos hasta hacerlos sangrar, pero nada de ello le devolvió los tambores ni calmó el sabor amargo en su paladar.

"Un poco más" se repetía una y otra vez, "solo un poco más". Notaba sus fuerzas mermar con su carne, y las marcas de las quemaduras ya volvían a extenderse por su cuerpo como zarcillos negros. Su ojo había ardido en la cuenca, su mejilla parecía de cera blanda y notaba la carne del pecho fundida y dolorosa. Su brazo izquierdo era ya solo un carbón renegrido y abultaba la mitad de lo que lo había hecho al salir de Sonnd, pero todo aquel dolor, aquel sufrimiento, tenía un propósito, y ella estaba acostumbrada al dolor de la espera.

Era la ausencia de tambores lo que estaba matándola lentamente, la ausencia de música en su cuerpo dolorido. Trató de silbar para distraerse de aquel agónico vacío, pero las notas no acudían a su memoria, y su carencia parcial de labios solo complicaba el proceso. Estaba por levantarse para romper algo cuando los oyó: pasos quedos, acordes suaves de tambores débiles.

Trilero apareció por las puertas de la consigna de Lucerna, con paso tambaleante e inseguro. Vio el miedo en su mirada cuando sus ojos se cruzaron, y el temblor acelerado del pequeño timador fue como una obertura acelerada y suave.

—Llegas tarde —recriminó la condesa, con un susurro ronco y quemado—. Llegas muy, muy tarde.

Trilero esbozó una sonrisa temblorosa y echó a andar hacia ella, cruzando el largo puente hasta el templo del Fuego. Llevaba una antorcha en la mano, y empezó a pelear con un pedernal para encenderla, sin mucho éxito.

—Lo lamento mucho, las carreteras estaban en un estado horrible —se disculpó en tono jocoso, pero sin poder esconder el temblor en su voz—. Si queríais que llegara antes podríais haberme prestado algo de ayuda...

—¿Más aún? —se burló la Penitente mientras marchaba a su encuentro. Sus propios pasos levantaban sobre la piedra un ritmo lento de percusión.

Alcanzó al estafador en una decena de rápidas zancadas, y le arrebató la antorcha de las manos, para su desmayo.

—Trae, me estás poniendo nerviosa —gruñó impaciente—. Más aún.

Trilero quiso protestar, pero las palabras murieron en sus labios al enfrentarse a la mirada calcinada de la condesa.

—Habéis... hum... ¿Habéis perdido peso? —bromeó a la desesperada el timador, tratando de combatir su miedo.

—He perdido vida —siseó la condesa, mientras pasaba una mano por los hombros de Trilero. El corazón del joven latía a toda prisa, con un redoble desaforado, una melodía deliciosa—. Vamos. Es la antorcha, ¿no?

—¿Cómo?

—La señal. Es la antorcha ¿no? —Trilero abrió y cerró la boca, pero no respondió—. Por supuesto que es la antorcha ¿Por qué si no la traerías?

—¿Por qué es noche cerrada? —probó el timador.

La condesa echó a reir ante semejante descaro. Centró su fuerza en el brazo quemado, en la madera envejecida, y un estallido carmesí hizo estallar la tea en una llamarada. La Penitente arrojó la antorcha en llamas al puente, donde el fuego refulgió en el aire nocturno, una señal clara e indudable, una guía, un desafío.

Trilero observó el fuego boquiabierto, sin entender la lógica de todo aquello. La Penitente le dedicó su mejor sonrisa, retorcida por las quemaduras.

—Anima esa cara, muchacho —le animó—. ¿Cuánto crees que tardará en llegar?

Trilero no llegó a responder. Un trueno estalló a mitad del puente cuando una gran lanza de hierro se hundió en la roca, llegada desde las aturas. Subido al proyectil estaba el Hostigador, tan brillante como siempre y aferrado a su mandoble robado.

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