24ª Parte: Luz vieja y nueva

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Desde la base del Mayak, el Pintor contempló el final del viejo Koster, el comienzo del nuevo. Su alma, dispersa en decenas de sirvientes pintados y elegantes bogatyres asistió y contribuyó a la caza de lo que quedaba de la guardia reales y la horda esquelética del Gran Duque.

Y luego, poco a poco, a medida que el trabajo terminaba y el pájaro de fuego las consumía, sus creaciones volvían a ser dibujos mientras el viejo maestro recuperaba fragmento a fragmento su alma, torturada por el ardor de la Luna.

Por todo el perímetro de palacio, de salón en salón, de muralla en muralla, las pinturas animadas estallaron en llamas reclamadas por su creador, como ya habían hecho la princesa y el dragón.

Un solo bogatyr permaneció en pie, intacto, pues el Pintor necesitaba llevar a cabo un último acto, pagar una última deuda. La pintura apodada Luchnyk observó en silencio como sus hermanos de tinta ardían, sentado en su parapeto en las torres de la Puerta Blanca.

Bajo las órdenes del Pintor, convertido en sus ojos, Luchnyk echó a correr sobre el adarve, ligero como una pluma, rápido como el viento helado, mientras el Rey caído aceleraba a través del patio de estatuaria, lanzado en una carrera desbocada, salvaje, irracional.

Sin tropezar una sola vez, Luchnyk cruzó la muralla como una flecha plateada, directo hacia el lugar al que confluía la ira real. Atrapó al derrengado y sorprendido Trilero con uno de sus largos brazos de plata y emprendió la huida con el chico a cuestas.

El rey no tardó en alcanzar la cima de la muralla, en captar la silueta esbelta del bogatyr. Bufaba con fuerza, sangraba por una docena de heridas, profundas, dolorosas, inclinada la orgullosa testa por el peso de la muerte. Se arrancó una de tantas lanzas hundidas en su dura carne, rugiendo de dolor, y la arrojó contra el caballero y su carga, un lanzamiento con más ira que precisión.

El suelo estalló a algunos de Luchnyk, que ni siquiera titubeó al ver la lanza estrellarse. Pasó junto a ella y trepó por escarpados caminos y riscos abruptos hacia Vaggan, hacia la plaza del viejo Consejo de Koster.

Las plantas metálicas de la pintura fueron las primeras en pisar aquel espacio desde hacía cerca de cuatrocientos años. Cruzó con rápidas zancadas la plaza de piedra, directo hacía Vaggan, hacia el misterioso monumento que hombres cuyo recuerdo se había perdido habían erigido en el que fue el centro político de Koster; un enorme navío, mucho mayor de lo que ningún río o lago de aquella tierra requería.

Luchnyk aupó a Trilero con brusquedad sobre la borda, antes de despedirse con voz metálica.

—Escóndete, amigo, hasta que todo haya pasado —le indicó con engañosa serenidad—. Yo seré el señuelo para el Rey, tu ocúltate y no hagas ruido alguno.

Trilero se arrastró sobre la borda y desapareció de la vista, mientras el esbelto caballero reanudaba su huida hacía el rocaje, hacia los riscos sobre los que se levantaba Koster, despiadados e indomables.

El Rey saltó sobre él por sorpresa, atrapando a la delicada figura en sus manos descuartizadas. Luchnyk desenvainó un pequeño puñal e intentó defenderse, pero su cruel majestad lo lanzó por encima del rocaje, más allá de los acantilados que servían de frontera al país helado. El pequeño bogatyr voló durante algunos instantes hacia alturas imposibles, antes de caer como un plomo hacia el lejano Nyx.

El Pintor soltó una maldición en su lugar al pie del faro, hincó una rodilla y se sostuvo el pecho mientras una parte de su alma moría. Con torpe prisa, se abalanzó sobre las almenas que rodeaban la base del faro, sin prestar atención al dolor que la luz de la Luna le causaba, y afinó la vista con ansiedad culpable.

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