3ª Parte: No hay banquete barato

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Con pasos cortos y lentos, apoyado en los hombros de Lyuba, Trilero atravesó la atmosfera enrarecida del salón del banquete. Su atenta cuidadora lo dejó apoyado en un barril mientras ella se giraba a cerrar la puerta para dejar fuera la helada noche castrí.

Trilero trató de levantar la cabeza, pesada aún por la enfermedad, y dar un buen vistazo a la sala, estudiar a sus anfitriones, pero en lugar de ello solo logró tropezar y caer de rodillas al suelo, provocando un respingo culpable a la dulce Lyuba.

La muchacha se apresuró a ayudarle, y Trilero se dejó ayudar sin quejas, con la vista fija en el barril. Mientras Lyuba lo levantaba aprovechó para escamotear una cebolla del tonel, con lágrimas agradecidas brotando de sus cansados ojos.

Se sentó despacio, abrazado a su cuidadora para mantener el equilibrio, hasta que hubo ocupado su asiento, el último miembro de aquel banquete en llegar a la mesa. Musitó un débil "gracias" a Lyuba y procedió a limpiar la cebolla con deleitada lentitud, casi con adoración.

—Bien —dijo el atamán en castrí, antes de pasar al sonndí para preguntar— ¿Esperamos a alguien más a nuestro banquete, caballeros?

Hubo un momento de silencio en que solo se oyó el rasguido de la cebolla de Trilero y los accesos de tos del noble achés a su derecha, hasta que finalmente alguien se dio por aludido.

—Mi... abuelo no se sumará a nosotros —se disculpó la dama del Rygge—. Es un hombre particular.

El atamán asintió y dio un par de palmadas, y el baile de sirvientes y platos dio comienzo. Bandejas de madera cargadas de carne, platos de una sopa espesa y rojiza, una especie de puré con un aroma delicioso y otras viandas de la tierra helada. Todo un festín, pobre en cantidad, pero abundante en variedad y calidad, lo mejor que aquella gente podía ofrecer.

Trilero recordaba aquellos platos de sus tardes junto al Ebar en el garito de Karpov. Un hombre genial, el viejo castrí, un cocinero de primera, excelente jugador y el mejor falsificador a orillas del Ebar. Buenos recuerdos, tan cercanos y lejanos a la vez.

Ignoró los platos calientes y terminó de pelar su cebolla. Pasó la mano por la superficie lisa, acariciándola con anticipación, antes de darle un gran bocado. Masticó la carne crujiente y soltó un pequeño gruñido de placer al notar aquel sabor particular y único, tan añorado, mientras los jugos del bulbo le resbalan por las comisuras y sus ojos se llenaban de lágrimas.

Sorprendió la mirada horrorizada del joven castrí frente a él, y con una sonrisa complacida, dio otro mordisco a la cebolla y le vio retorcerse asqueado. Él se lo perdía, no había placer comparable a una buena cebolla cruda.

Algo más animado y alegre, empezó a pasar la vista por los comensales, intentando leer el ambiente de la reunión. Habían dividido la sala en los dos lados de la mesa, a uno los extranjeros y al otro la gente de Nizkygrad, con el atamán en la cabecera a modo de mediador. De su lado contaba con los desgraciados de siempre; la estirada painte que miraba con desagrado la comida, el agotado achés, peleando con un pedazo de carne, y la delicada Edda, que había tomado al asalto las bandejas y comía como si no fuese a haber un mañana, entre sonoras expresiones de deleite.

Del lado de los locales se contaban seis hombres; tres veteranos de rostros duros e inexpresivos y tres jóvenes superados por la formalidad de la situación. Los viejos soldados hacían lo que el timador, y comían despacio mientras vigilaban la mesa, mientras que los jóvenes, bueno...

El muchacho ante Trilero seguía observando con fascinada repugnancia la manera en que el timador daba cuenta de la cebolla, bocado a bocado. El chico a su derecha, guapo y confiado, charlaba con despreocupación con la noble dama, que lo escuchaba solo a medias, y el muchacho del extremo dividía su atención entre su plato lleno y una serie de veladas miradas furibundas a Trilero que el timador no creía merecer.

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