21ª Parte: Delirium tremens

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El olor rancio de la sangre encharcada, del pus, el sudor, llenaba la improvisada carpa como un recuerdo constante de la muerte acechante que pesaba sobre cada herido.

Aldric pasaba de lecho en lecho, acercaba el odre de agua a los labios sedientos, ayudaba a sujetar a quienes se revolvían, ponía paños húmedos sobre las miradas febriles. El sonido discontinuo de las toses estertóreas, los quejidos y jadeos, le seguían y atormentaban, pero los prefería cien veces a los silencios vacíos que anunciaban la despedida de otra agónica existencia.

La Compaña no había hecho honor a su lema: sobre la colina habían quedado un par de docenas de supervivientes, aunque ninguno sin heridas graves. Había gargantas cortadas, rostros destrozados, pechos que se sacudían con el dolor punzante de anchas puñaladas, tripas sujetas solo por hilo, aguja y la voluntad evanescente de sus moribundos dueños.

Aldric apartó el odre de una mujer mutilada, con la nariz arrugada por el hedor del pus, y buscó con la mirada al siguiente paciente al que atender. Su mirada inquisitiva se cruzó un momento con la de otra de las enfermeras improvisadas, y Aldric bajó el rostro con vergüenza. Aunque fuese de reojo, no podía no ver las miradas que los nyctos le echaban; el extranjero, el único de todos aquellos desgraciados sin una sola herida.

Notaba sus miradas acusadoras en el cogote, y la culpa le reconcomía como una víbora arrastrándose por sus tripas. Se acercó en silencio a Annora; necesitaba un respiro, y sentado junto al lecho de paja, contempló el rostro dormido de la noble.

Annora no había despertado desde el ataque. Quería atribuirlo al cansancio, quería convencerse de que todo lo que la mujer tenía era cansancio, que solo estaba agotada, pero cada vez que veía su rostro pálido, la debilidad de aquel cuerpo pequeño y tembloroso, se le encogía el corazón. Sin pensar apartó un mechón sudado de la frente de la noble, y lágrimas egoístas acudieron a sus ojos. Volvía a estar solo entre extraños; volvía a ser un fracasado.

El aire frío de la noche lo arrancó de su instante de conmiseración, volvió su mirada hacía la entrada de la carpa. No reconoció al hombre en el umbral al principio, pero su aspecto le hizo echar mano al arma, inquieto. El hombre dejó caer la cortina de piel tras de sí y avanzó hacía el centro de la habitación con el ceño fruncido y mirada torva y ojerosa, inquisitiva, y reconocer al fin a Roncefier no tranquilizó en lo más mínimo a Aldric.

De la Bréche parecía desquiciado, perdido y enloquecido. Su contención habitual se había vuelto tensión, apenas escondida tras una docena de tics nerviosos; sus manos se cerraban y abrían, arrugaba la nariz, se repasaba la incipiente barba y se desordenaba el cabello grasiento. El abrigo de combate estaba manchado y raído, recolocaba la capa con un movimiento de hombros constante, y con cada gesto levantaba un tintineo de metal; de las armas a su cintura, de las cadenas que colgaban desde una extraña hombrera con la grotesca forma de un rostro humano atravesado por clavos.

Las enfermeras le observaban al borde de un ataque de pánico mientras pasaba de lecho en lecho, mirando sin ver a los moribundos, tan concentrado en su busca que a punto estuvo de degollar a Aldric cuando le tocó el hombro para llamar su atención.

El puñal permaneció suspendido a una pulgada de la nuez de Aldric mientras Roncefier estrechaba los ojos confuso, un par de segundos, hasta que logró reconocerle y algo parecido a una sonrisa se abrió paso en su rostro.

—Aldric —saludó con voz enronquecida—. Justo quien necesitaba.

—No deberíamos molestar a los heridos —le pidió Aldric con un susurro—. Hablemos fuera.

—No, no, no —le cortó Roncefier. Se agazapó junto a una mujer con la mirada vidriosa y el cuello vendado—. Busco... Estoy buscado a la Coja. ¿Sabes dónde anda?

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