La noche de la gran tormenta

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La aldea de Hatelia amaneció cubierta por una densa niebla. Tan sólo los tejados de las casas que se apostaban en el valle sobresalían entre la húmeda capa blanca que lo tapaba todo, como una espesa telaraña. La noche anterior la oscuridad había cubierto el cielo de la aldea. Llegó en forma de rachas de viento, como una tormenta cuyo núcleo parecía estar descargando lejos de allí, en el mismo corazón del reino de Hyrule. La luna y las estrellas desaparecieron tras las oscuras nubes y una potente lluvia comenzó a caer con fuerza. Nana tuvo la precaución de encerrar a los caballos en el cobertizo interior, que solían usar para almacenar herramientas y otros objetos. Les dejó heno y agua para varios días en previsión de que la tormenta durase mucho más. La lluvia repicaba con fuerza sobre el tejado y por el ventanuco de su dormitorio pudo ver cómo el agua bajaba con violencia desde las montañas hacia el sur de la aldea, formando un torrente que corría de lado a lado entre las casas. Nana era anciana, la más anciana de la aldea, pero no recordaba haber vivido una tormenta así jamás.

En el sur de la aldea había una gran muralla que antaño sirvió para resguardar la gran ciudad que fue Hatelia antes de que el Cataclismo la arrasase casi por completo. La muralla estaba medio derruida y Nana temió que el agua formase un tapón con las piedras apiladas y las ramas de árboles viejos que la lluvia había arrastrado desde las montañas. Entre temblores unió las manos y rezó a la Diosa Hylia, pidió que protegiese a la aldea de aquella tormenta casi antinatural y sobre todo rezó para que nada malo le pasase a su familia.

Al llegar el alba, la lluvia cesó. Nana no había pegado ojo en toda la noche ¿cómo hacerlo con semejante situación? Caminó de puntillas por el pasillo y entreabrió la puerta del dormitorio de su nieta, Cecille. Ella dormía plácidamente, su suave respiración acompasaba la paz de su sueño. Nana agitó la cabeza, la joven era muy dormilona, ya podría estar desatándose el fin del mundo en las puertas de casa que ella conseguiría dormir sin problemas. Cerró la puerta con delicadeza y siguió pasillo adelante, hasta el cuarto que ocupaba su hijo Robert, el padre de Cecille. Encontró el cuarto vacío, su hijo debía de haber despertado o tal vez tampoco había logrado dormir. Nana se encaminó escaleras abajo y lo encontró encendiendo el fuego del hogar.

—Robert, ¿tú tampoco has podido dormir?

—Buenos días, madre. Apenas un par de horas. Por un momento creí que el tejado de la casa iba a ceder, estuve tentado de salir para poner un par de tablones y reforzar algunas zonas.

—¡Me alegro de que no lo hicieras, habría sido imprudente! —riñó Nana, mientras rellenaba la tetera con agua y la ponía a hervir.

—Voy a salir —anunció él, tras encender el fuego.

—¿Tan temprano? ¿No esperas a tomar algo?

—No. Tengo que subir a la pradera para ver cómo está el ganado. Ha llovido tanto que... encerré las cabras en el cobertizo, pero esa lluvia pudo causar destrozos. Puede que se haya roto la puerta o el cercado... o que el arroyo provocase inundaciones.

—Toma, entonces lleva esto contigo —dijo Nana, envolviendo un trozo de pan y queso en un pequeño zurrón.

—Gracias, madre. Tardaré en volver... me temo que tendré mucho trabajo por delante. ¿Te encargas tú de cuidar a esa marmota que tengo por hija? No permitas que se vaya a explorar por ahí sola.

—Descuida, yo me hago cargo.

Robert depositó un beso en la frente de Nana y salió de casa dando dos zancadas. La anciana tomó una taza de té y un frugal desayuno y se echó su capa sobre los hombros. Necesitaba comprobar por sí misma cómo había quedado la aldea después de la gran tormenta de la noche anterior. Al salir comprobó que la aldea parecía vacía, sus habitantes debían estar resguardados en sus casas, aún era demasiado temprano. Pero ella tenía una curiosidad innata, imposible de controlar, y además siempre solía dar paseos por las mañanas para estirar sus viejos y entumecidos huesos.

El trono perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora