Leila.

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Una explosión, un pueblo entero gritando, desesperados, angustiados. Un ejército de elfos tomando control sobre Calurnia. Yo, corriendo, seguido por mis padres y una comitiva de soldados hacia el puerto para huir como cobardes y no quedarnos a defender nuestro pueblo como la familia real que somos.

El puerto se abre ante nosotros, la comitiva de soldados que nos acompañaba y salvaguardaba ha ido menguando a medida que nos acercábamos.

Un barco bien engalanado con unos pocos marineros espera órdenes en cubierta y una escalinata reluciente aguardan a unos pocos metros cuando un ruido sordo hace explotar el barco delante de mí. Me giro, pero el panorama a mi espalda no es mucho más halagüeño, ahora ya no hay soldados, en su lugar hay un rastro de cadáveres ensangrentados tras una mujer desprovista de cualquier tipo de armadura o protección y con una sonrisa tan afilada que podría cortar la bruma que se ha ido formando a mi alrededor.

Con un gesto rápido de su mano el último soldado cae, solo quedamos nosotros, una ágil movimiento le acerca a mi madre y con un chasquido de dedos cae al suelo, sin vida, muerta.

Mi padre corre a su lado, pero ya es tarde, grita su nombre desconsolado:

—¡Romina! —su voz se rompe entre sollozos y lágrimas.

La mano de esa mujer coge el rostro de mi padre y se jacta riendo con los ojos clavados en el rostro descompuesto de un hombre que lo ha perdido todo en un día.

No sé cómo, pero consigue zafarse de la mano de esa mujer y me grita:

—¡Vete, no vuelvas! ¡No des media vuelta! —su voz se corta por la mano de la que, fijándome bien, resulta ser una elfa.

Cuando me quiero dar cuenta estoy corriendo hacia una pequeña barca, me siento avergonzado, estoy huyendo, estoy dejando morir a mi padre y condenando a toda Calurnia, si es que ha sobrevivido alguien, a parte de mí, un cobarde que abandona a su país y lo ve alejarse entre nubes borrosas y olas que chocan con la embarcación.

El recuerdo de mi país en llamas y de mi padre arrodillado ante esa mujer, esa elfa que de un chasquido asesinó a mi madre. No puedo olvidar su rostro, sus ojos verde hipnótico, como una serpiente atrayéndome hacia ellos y esa mirada maliciosa, que infunde miedo a todo el que la ve me va haciendo caer en un sopor espectral, lucho por mantener los ojos abiertos, pero es inútil, las lágrimas recorren mi rostro y caigo inconsciente sobre la barca.

Abro los ojos y veo a una pequeña habitación, no es muy lujosa, pero parece cómoda, la cama no es tan ostentosa como la de palacio y está vagamente decorada, a penas una mesita de noche con un vaso encima y unas cortinas adornando un ventanuco.

Una puerta se abre ante mí y aparece parada en el dintel de la puerta una muchacha con una expresión de sorpresa, de cabellos oscuros y ojos castaños.

Corre a arrodillarse a los pies de la cama.

—¿Cómo te encuentras? —su voz es dulce y desinteresada.

—¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú? —lo digo en un acto reflejo y con la voz entrecortada, me tapo lo suficiente el rostro con la manta.

—Veo que estás mejor, has estado más de dos lunas dormido con mucha fiebre, algunas veces despertabas delirante, pero nunca llegaste a abrir los ojos, parecías muy enfermo y bueno, respecto a tus preguntas, mi nombre es Ainya y te encuentras en la isla de Xiah. —hace un parón y se acerca a mí con ojos curiosos, sus iris castaños me atraviesan. —Tus ojos son preciosos, parecen un océano de estrellas.

Siento un ligero rubor subiendo por mis mejillas, no me gusta que se fijen en mis ojos, la gente los considera raros y monstruosos, pero parece que a ella no se lo parecen.

—Gra —gracias...


Cuentos en una noche estrellada.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora