Leila.

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Ainya abre la puerta, aunque sé que no desea ver más allá de sus grandes y adornadas puertas que nos bloquean el paso.

Siento una punzada de precaución, pero sé que no es ni una mínima parte de lo que está experimentando ahora Ainya.

—¡Mamá! —su grito se ha debido escuchar por todo el palacio.

Me fijo ahora en lo elegante que es el salón del trono, engalanado con decoraciones simples, pero siempre con flores y plantas y a medida que avanza mi acompañante hacia el trono en el que está su madre parece como si las plantas y la naturaleza misma la saludasen.

Llega a los pies del trono y se queda paralizada sin poder levantarse.

—¿Mamá? —su voz se quiebra entre sollozos, alza la cabeza y me mira.

Yo me acerco, mirando en todas direcciones, vigilante, y encuentro a unos criados que se retiran con una bandeja y una copa vacía en ella.

No hay que ser muy listo, la han envenenado, han envenenado a la reina. Corro, corro para avisar a Ainya, mi capa se cae, me da igual.

Me detengo a los pies del trono, la reina se mueve y Ainya se levanta para abrazarla, pero esta rechaza su gesto y grita:

—¡Guardias! ¡Detenedlos! —su voz es fría y odiosa.

Unos guardias no tardan en aparecer, me agarran e inmovilizan a la princesa, en cambio, no la tocan. Incrédulos sugieren:

—Majestad, es la princesa, no podemos ...

—¡Es una orden, no lo repetiré! ¡Encerradlos!

Ainya no deja llorar y suplicar cuando los soldados la cogen y la separen de su madre.

—¡Mamá! ¿Qué te pasa? ¿Por qué tienes los ojos rojos?

Todo cobra sentido ahora, la han hechizado, el criado con la copa, el color de sus ojos, si de verdad no es su color de ojos está claro.

—¡La han hechizado! —mi voz llega cargada de toda la fuerza que puedo transmitir en estos momentos.

—No ... —su voz se ahoga cuando la aprietan más fuerte y la llevan hacia la salida.

—¡No, no, no! —un grito sale de mi garganta acompañado de una luz que ciega a todos en la estancia.

—¡Ainya! —mi grito es instintivo.

—¡Leila! —no es ni muchos menos la voz de aquella muchacha que vi cuando me desperté esta mañana, que me hablaba con dulzura e inocencia sobre las maravillas de Xiah. Ahora solo hay dolor y temor por haber visto a su madre hechizada, rechazándola.

Busco su brazo. Lo encuentro. Lo tomo y me lo llevo fuera con la energía que me queda.

—¡No lo pienses más! —no sé de dónde saco las palabras, pero creo que son las correctas. —No hay nada que hacer ahora, debemos hallar algo con lo que ayudarla, no sirve quedarse aquí, llorando. —sé de lo que hablo mejor que nadie, he visto morir a mi madre, he perdido mi hogar y no sé dónde queda ya de ese muchacho inocente que recorría Calurnia en busca de historias para contar a Looren en las noches sin luna, cuando todas las estrellas nos observan desnudándonos por dentro, sin secretos para ellas.

No dice nada y lo entiendo, sé que no es fácil encontrar una palabra que exprese tu estado, por eso hago lo que a mí me hubiera gustado que me dieran a mí en un momento así.

La abrazo. Es un intento de reprimir todas esas lágrimas que brotan de nuestros ojos.

Sin decir nada intento salvarla, como hizo ella conmigo, tomo su mano y corro, corremos tanto como para alejarnos del palacio. Para olvidar, o quizá, para buscar algo de esperanza por lo que volver.


Cuentos en una noche estrellada.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora