Capítulo VIII. Viento de Tormenta

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Ahora.

Ese día, estuve hasta tarde explicando a varios estudiantes algunos temas que fue evidente en las evaluaciones no habían logrado comprender del todo; la luz de las farolas entraba por las ventanas anguladas junto con la rojiza luz del sol al desaparecer.

También tuve que ignorar los intentos evidentes de uno de mis alumnos por tomar otros derroteros en la conversación; al mirarlo objetivamente podía encontrar aspectos que podrían parecerme atractivos, pero era difícil para mí observarlo todo en conjunto, cuando había aprendido a verlos por partes: una menos importante que la otra.

Mantuve mi tono tan carente de interés como me sentía y, por fortuna, debió haber sido suficiente porque salió de la oficina tan pronto pudo.

El murmullo de algunas estudiantes entre dientes y risitas debió habérmelo advertido.

No, él me lo advirtió, yo no hice caso.

Él dijo: nos vemos luego, pero no le creí.

Como siempre en todo lo referente a Víctor, estaba equivocado.

Pensé que, si había sentido una pizca del dolor que yo había sentido por nuestra separación, lo último que querría sería estar cerca de mí de nuevo; sin embargo, había olvidado que el dolor se convertía en amargura y odio, en venganza.

El beso que habíamos compartido no había sido más que un castigo, un preludio para lo que fuera que tenía en mente para mí.

Cuando salí de mi oficina, después de las horas que me tocaba permanecer ese día, y lo encontré apoyado en una de las bardas que bordeaban las jardineras fuera de ella no me sorprendí en realidad; era obvio que yo merecía un castigo y era igual de evidente que Víctor estaba dispuesto a impartirlo.

Caminé hacia él -rogando internamente que ninguno de los estudiantes observara lo que fuese que iba a ocurrir, para que los rumores que ya corrían sobre mí no alcanzaran dimensiones más grandes- y respiré hondo, preparándome mentalmente para cualquier cosa... o casi. Había olvidado que Víctor siempre lograba sorprenderme.

-señor Nikiforov- internamente, recordaba su cara de desagrado cuando lo llamé por su nombre la última noche y me contuve de hacerlo; además, él tenía razón: no tenía el derecho.

-señor Katsuki.

-¿qué le trae por aquí?- pregunté, deteniéndome a una distancia prudente, aunque mi cuerpo vibraba por extender la mano y sujetar la suya. Casi podía recordar la sensación de sus palmas contra las mías, la calidez.

Víctor miró a nuestro alrededor y me pregunté si estaría mirando los jardines que se extendían a varios metros y se perdían entre las edificaciones que seguían de pie desde siglos pasados, altas torres de piedra y ornamentas anguladas; o las oficinas a mi espalda eran sólo una amalgama al diseño original, construidas mucho después, aunque manteniendo el encanto con ladrillo expuesto y herrajes oscuros y complicados. O, tal vez, nada de todo aquello.

-cumpliste tu sueño: eres maestro en la universidad- soltó en tono tranquilo, casi podía engañarme -¿Te gusta?

-sí, me gusta.

Afirmó con un movimiento de cabeza y sacó las manos de sus bolsillos, pasándoselas de forma inconsciente por el cabello; me dio tiempo de observarlo, la luz del atardecer a sus espaldas, el cabello platinado brillando y la pinta de alguien que sabe moverse por el mundo con confianza.

-¿ya comiste?

Debía decirle que sí, aunque no fuese cierto, no debía permitir continuar con esto; empero, lo merecía, cualquier cosa que él estuviese pensando, lo hacía.

El tsunami al otro lado del mundo - (Victuuri)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora