Capítulo XXIX. Chispa

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Su mano tomó la mía y fue como regresar en el tiempo. Las sensaciones eran las mismas: su piel se sentía exactamente igual que antes, su aroma permanecía inalterable –sólo un poco acompañado de la brisa del mar-, el calor de su presencia no había cambiado para nada.

Mientras lo guiaba hacia la pista, me sentí muy joven otra vez. Como si el tiempo nos estuviese guardando este momento, una evocación del pasado, un instante robado al presente; probablemente un paréntesis, que no influiría en nuestro futuro.

Era una sensación que había estado al borde durante todo el día, acechando; desde que mis ojos le habían encontrado en medio de la pequeña multitud de personas vestidas con colores claros. Había sido una visión enfundada en azul ártico y beige.

Mis manos encontraron fácilmente su sitio en su hombro y cadera, y le sentí tomar su lugar contra mi cuerpo para comenzar a bailar. Calzábamos, eso era un hecho irrefutable. Nuestros caminos podrían haber colisionado y haberse separado en direcciones totalmente opuestas; pero nuestros cuerpos calzaban.

No hubo momentos de duda en nuestra simple danza, su mano en mi mano, su respiración –cálida- contra mi piel y su esencia llenando mis pulmones; bailamos sin vacilar, como lo hacen las personas que lo han hecho por mucho tiempo. Mis pasos le guiaban y él me seguía sin titubear.

Cuando su frente se apoyó contra mi hombro y su suave aliento chocó contra mi cuello, debí alejarme –había ido ahí a cerrar ciclos, no a dejar que un bucle de tiempo y añoranza me absorbiese-; en cambio, bajé ambas manos a sus caderas y apreté mi agarre. Aferrándome a la nostalgia y al recuerdo, a la sensación inmutable de estar contra él.

Tragué el nudo que se formó en mi garganta al percatarme –ahora sin sitio para alguna duda- que jamás seríamos los mismos, porque estaba seguro que lo que sentía no podía ser sólo yo. Ahora lo sabía: poco importaba a dónde nos dirigiéramos desde ese punto o cuál sería nuestro destino final. Yuuri y yo, siempre seríamos Yuuri y yo...

Y existiríamos, como ese baile, congelados en una fracción regalada del tiempo que jamás nada podría tocar.

Mis sentimientos eran imperecederos. Le amaría siempre, sin importar la cantidad de años o vidas vividas. Mi corazón palpitaría como lo hacía en ese instante –agitado y curioso, acompasado con el suyo que latía contra mi pecho-, mis brazos perpetuamente tendrían el recuerdo de haberle tenido entre mis brazos, mi boca del sabor de su piel...

Besé sus cabellos, ya no había forma de detenerme, era el corazón de un muchacho el que me dirigía en ese momento. Sus brazos me envolvieron, sus delgados dedos asidos con fuerza de la tela de mi camisa. Quería creer que a él también lo estaba rigiendo un corazón más joven y menos golpeado, como a mí.

Cuando elevó su rostro, pude verlo.

Sus ojos eran los mismos que me vieron –realmente me vieron- la primera vez en esa biblioteca, después de haberle atacado con un beso sorpresa. Fue como recibir un golpe directo en el pecho, en el recuerdo.

-Víctor, no...

-¿quieres un trago?- interrumpí, porque sabía que él trataría de frenar esto y reventar la burbuja que se nos había obsequiado y yo... Todavía no.

-Víctor.

-un trago- repetí, desembarazándonos para tomar su mano y jalarlo hasta la barra.

El tsunami al otro lado del mundo - (Victuuri)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora