Érase una vez

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Érase una vez una estrella que se enamoró de una linda flor.

Cuando los últimos vestigios del crepúsculo vainilla morían en el horizonte y los colores se adormecían en silencio, la partida del sol daba paso al majestuoso reino de la noche.

Era entonces cuando las estrellas nacían fulgurando un deslumbrante brillo que adornaba y embellecía el manto oscuro que caía sobre la tierra.

Cada noche, una tras otra.

Todos dormían en el bosque; avecillas, mariposas, conejos, ardillas, solamente resplandecían las hermosas luciérnagas.

Muchas veces se pensó que las luciérnagas eran alguna clase de estrellas pequeñas enviadas a la tierra para alumbrar el bosque en la noche y volverlo sublime, casi mágico.

La luna se asomaba cuan inmenso faro sobre los cielos y comenzaba a contar una a una a sus estrellas, y las llamaba, cada una por su nombre, todas respondían inmediatamente, orgullosas de su sitio y de su labor de volver la noche maravillosa.

Todas excepto por una de las estrellas de la constelación de Andrómeda.

Esa estrella se la pasaba observando una hermosa flor que se encontraba en la tierra.

La flor era exquisita e irradiaba un brillo particular cuan si una estrella se hubiese caído de los cielos a la tierra.

Era la flor más hermosa que jamás había visto en su vida.

Sus largos pétalos pendían sostenidos de su tallo; largos, y de apariencia de terciopelo, el color perla de aquella flor irradiaba un resplandor inusual.

Esa flor tenía que ser suya.

La estrella no hacía otra cosa sino admirarla en la lejanía, imaginando si algún día toda esa inmensa distancia dejaría de existir y entonces podría admirar más de cerca a esa hermosa flor.

Ni siquiera el billón de estrellas alrededor lo deslumbraban tanto como esa hermosa flor, y noche tras noche, la admiraba en la lejanía.

Un día iba a tomar el valor de escapar de los cielos para acercarse a esa hermosa flor.



Fue una noche de invierno, gélida pero demasiado hermosa, todo el cielo estaba empapado en el resplandor que emanaban los deslumbrantes astros.

Fue esa noche cuando la estrella decidió abandonar el majestuoso reino de los cielos.

No sería la única, muchas estrellas caían a la tierra de vez en cuando y los humanos solían admirar el deslumbrante espectáculo. Lluvia de estrellas, así le llamaban las personas.

La pequeña estrella de la constelación de Andrómeda abandonó su posición y cayó en aquel bosque donde aguardaba la hermosa flor a la que miraba noche tras noche.

La estrella goteaba su propia luz, como si fuese una luciérnaga pero blanca.

Traspasaba la oscuridad con sus destellos, al igual que flor de la que se había enamorado, la que estaba a unos pasos de él y no lejana como había estado noche tras noche, no, ahora estaba casi frente a esa hermosa flor que lucía como una exquisita perla de luz.

Como estrella terrenal.

Sin embargo, cuando la estrella estaba por llegar a la flor, el pasto se estremeció en el lugar, y tan irreal pero cierto, un enorme arbusto de espinos y cardos empezó a rodear a la hermosa flor y a encerrarla, dejándola así fuera del alcance de la estrella que había descendido de los cielos, únicamente a admirar aquella hermosa flor...

La flor seguía destellando una hermosa luz desde su lugar, a pesar de que estaba rodeada de una jaula de espinos y cardos, aunque las espinas atravesaban a la flor, ésta seguía resplandeciendo con fuerzas.

Desafiando lo lógico, la flor brillaba con más fuerzas, como si la jaula de espinas y la flor fuesen una sola. ¿Cómo era eso posible? Se preguntaba la estrella mientras cada vez estaba más cerca de alcanzar el seto de espinas.

Cuando estuvo demasiado cerca las agujas se expandieron en un parpadeo logrando alcanzar uno de los picos del astro haciéndole sangrar.

Sí, la estrella estaba sangrando un líquido plateado y sus gotas caían brillantes y al tocar el suelo la luz moría.

La estrella lo entendió, no había lugar para ella junto a esa flor.

La estrella decidió permanecer sentada en el pasto frío y quedarse cerca, muy cerca de aquella hermosa flor, después de todo, no le hacía daño solamente admirarla a través de las espinas protectoras, ¿cierto?

No podía acercarse y tocarla porque moriría, el seto de espinas atravesaría sus picos y su luz se extinguiría por completo, así que lo mejor era observar así tan cerca.

La estrellita recordaba cuántas veces observó la hermosa flor desde su lugar en los cielos, recordó también cómo renunció a su familia de estrellas con tal de estar cerca de la hermosa flor, ¿y qué si no podía ser suya?

La estaba admirando de cerca, ese brillo único, sus pétalos largos, finos, bien formados y un delicioso aroma que cortaba la brisa nocturna.

Que hermosa flor; pensaba con solo verla.

La estrella estaba tan hipnotizada con la belleza de la flor, que sin darse cuenta estaba demasiado cerca de ella.

El seto de espinas se movió con una velocidad vertiginosa, y cuando estaba a punto de atravesar a la estrella con sus espinas, un enorme y violento rayo se estrelló contra el seto espinoso, partiéndolo en dos de raíz y quemándolo...

El seto de espinas pereció esa misma noche y la flor quedó libre.

¡Esa hermosa flor estaba libre de los espinos otra vez!

Tal cual como la observaba la estrellita desde los cielos.

Pero tal cual el seto de espinos perdió la vida, la flor comenzó a marchitarse y a morir lentamente...





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...Finalmente murió, sin embargo  pronto cayó otra estrella de los cielos, hermosa y radiente, atraída por el brillo de la estrellita solitaria en la tierra, ya no era una estrella solitaria, eran dos... 

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