Capítulo I - Cuando el vino se tornó en sangre

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A través de la retina llegar hasta la sangre de tus venas

Lograr que goces un ataque de fantasía y amor.

I Capítulo- Cuando el vino se tornó en sangre

Hace muchos muchos años, en un lejano país, se erigía un gran castillo, dentro del cual vivían los felices reyes de Eneón.

Aquel día era especialmente dichoso para sus majestades, pues acababa de venir al mundo su primogénita.

Aquella pequeña con la cabeza cubierta de una sedosa pelusa dorada como el trigo en verano, no era lo que el rey esperaba en realidad. Él había deseado con toda su alma tener al anhelado varón, su heredero. Pero aquel atardecer de primavera le había regalado una niña regordeta y blanca como la leche.

Un manto oscuro con estrellas danzantes, cayó aquella noche como cielo. Las constelaciones parecían danzar celebrando el gran acontecimiento.

Pero la verdadera danza y fiesta se daba dentro del castillo. El rey recibía felicitaciones de toda la nobleza del país y del extranjero. 

El vino corría por la garganta de los invitados, los barriles regalaban con generosidad su sabroso líquido. La gente bailaba contenta por el gran salón imperial. Juglares de todos los rincones del mundo, entraban al lugar para relatar las mejores historias en verso, historias de valientes guerreros y doncellas al rescate.

El rey, Pancrazio de Eneón, se encontraba sentado sobre el trono, al lado de su esposa, la Reina Lourdela de Eneón. Esta cargaba sobre sus brazos  a la apacible princesita, que dormía entre sábanas blancas de encaje y seda. 

Números cirquenses con bufones incluidos, sacaban sonoras carcajadas a los presentes. 

El rey recogía todo tipo de obsequios. Sus súbditos se postraban ante él y la Reina, dando la bienvenida al mundo a la princesa.

Los mercaderes aprovechaban para vender, mientras los bufones daban color al evento.

Solo se escuchaban risas, aplausos y murmullos.

Gitanos entraron en el gran salón imperial. Al principio fueron mirados con desconfianza. Sus ropas estrafalarias, sus cabellos infinitamente largos, sus colores llamativos… Pero enseguida comenzaron a bailar, a taconear, a tocar panderetas y laúdes.

La gente se encontraba hechizada por el arte de las danzas y voces de los romí.

El rey sintió que una incómoda brisa comenzaba a golpear su rostro. Miró hacia el gran ventanuco abierto, aquel que dejaba ver las estrellas bailarinas del cielo. Pronto los postigos del ventanuco comenzaron a chocar entre sí y el rey se acercó a cerrarlos, temiendo que su pequeña enfermase por la corriente de aire tan repentina.

Al estar situado frente a la pequeña ventana, se dio cuenta de que las brillantes estrellas habían desaparecido bajo un manto nuboso que difuminaba el cielo a su paso. El viento congelado golpeó su rostro. 

Pancrazio entornó los ojos y miró hacia el bosque que comenzaba más allá de su castillo. Algunas gotas de agua humedecieron su rostro, que quedó descompuesto tras ser iluminado por un relámpago.

Todo parecía haber ocurrido en un instante. Un instante en el cual todos los invitados fueron desapareciendo. En el cual, su esposa, la reina, había subido hacia sus aposentos.

Ahora algunos sirvientes se hallaban a su lado, preguntando que le sucedía.

Sus ojos estaban iluminados por un inaudito destello. Su cuerpo petrificado ante aquel agujero por el cual se colaba la lluvia, que golpeaba con ferocidad su faz.

La daga de oroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora