Capítulo I (2º parte) - Cuando el vino se tornó en sangre

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De la garganta de la pequeña emergió un frágil sonido gutural.

— ¿Qué va a hacer con ella? –le preguntó el fraile al Rey.

El Rey lo pensó, lo mejor era dejarla morir, desenterrarle la daga de un tajo y…No podía dejar de pensar en su pequeña recién nacida al imaginar este cruel acto.

— Sálvela.

Tan solo dijo esto y Fray Agustino Pietro asintió, encomendándose a la tarea.

Pancrazio cerró los ojos al escuchar el lamento de la niña a su espalda, a la vez que el llanto de su princesita empezó a inundar los pasillos, hasta llegar a la apartada habitación.

Agustino desenterraba con delicadeza y destreza la daga sembrada. Mientras la hoja iba saliendo y derramando hilos de sangre, más absorto quedaba en aquella afilada pieza. ¿Quién había podido crear aquello?

Un relámpago iluminó el aposento e hizo que la espinela roja que ornamentaba el centro de la guarda cruciforme del arma, resplandeciera con un brillo cegador.

El fraile desenterró del todo el arma, taponando la herida de la pequeña, que pálida y sudorosa temblaba.

— Su Majestad, no es el primer caso que veo.

Pancrazio abrió sus ojos.

— Hay madres que paren hijos deformes y los ahogan en el lago o los dejan tirados a su suerte en los helados montes.

El rey se volteó y vio el arma ensangrentada brillando en una de las manos de Fray Agustino, mientras con la otra taponaba la herida de la niña.

— ¿Qué debo hacer, padre?

— Decidiste salvarla.

— ¡Pero no quiero cerca a este monstruo que ha venido a dañar esta hermosa noche! –gritó con desprecio- 

El padre asintió. El sirviente, en silencio, permanecía a un costado de su señor.

Los días fueron pasando. 

El rey hizo jurar silencio a los cinco sirvientes que habían presenciado el hecho. Nadie más aparte de ellos y el padre Fray Agustino debían saber de la existencia de esa criatura que vivía en el cuarto más apartado del castillo, ganando vitalidad y salud, mientras su hija iba creciendo.

Se volvió loco investigando. Con la ayuda de Fray Agustino y de sus sirvientes investigó a todos los presentes a la celebración. Sus criados se introdujeron en el mundo de faquires y mercaderes, de juglares y gitanos, de payasos y bufones. Pero nada encontraron, ninguna pista, absolutamente nada que los condujese a la criatura convaleciente que se encontraba en la última alcoba del Torreón.

Pancrazio, exhausto, lanzó un suspiro.

El fraile, guardó la daga de oro que había estado enterrada días atrás en el pecho de la pequeña, que era mucho más fuerte de lo que pensaban. Una caja aterciopelada de color azulón oscuro fue la que recibió el arma en su seno.

— Las armas las carga el diablo y esta arma debe permanecer lejos de su hermoso castillo, Su Majestad.

— ¿Va a investigar esa arma, padre? –dijo el preocupado hombre.

— La voy a fundir. 

— ¿Y usted me pide que no sea supersticioso?

Fray Agustino Pietro agachó la cerviz.

— Es que esta daga tiene algo…un destello satánico. –dijo, abrumado por la carga de sus propias palabras.

— ¿Satánico? – vocalizó el impresionable Rey.

La daga de oroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora