Capítulo VII - La bruja que creyó ser princesa

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Las cuerdas vocales de Sorei vibraban hasta casi quebrarse de furia y dolor. Se encontraba en mitad del amplio salón de su propio castillo.

Un salón en penumbra que no la dejaba vislumbrar apenas nada. Solo el candil iluminaba sus pasos y calentaba el líquido salado de las lágrimas chorreando por sus mejillas.

—Padreeee, padreeeeeeee – gritaba sin cesar.

De repente un montón de luces vinieron a deslumbrarla. Cubrió su rostro con la mano desocupada, mientras en la otra mantenía el candil.

Doncellas, lacayos, la Reina y el Rey se encontraban frente a ella, alarmados.

—Sorei, ¿Qué…qué te pasa? –preguntó el preocupado rey de Eneón, hincando una de sus rodillas contra el suelo e iluminando con su propio candil el rostro descompuesto de su hija.

—Padre, ¿Porqué de uno de los árboles de vuestro jardín cuelga una niña por los cabellos? —su voz salía con dificultad por la congoja.

—Hija, ella es la que casi ocasiona tu muerte.

Sorei retrocedió varios pasos, observando a aquel que no veía desde hacía ya seis años. Se le antojaba un verdadero desconocido. ¿Acaso él había mandado a colgar a Briseida? El corazón se le encogió de golpe dentro del pecho y sintió estar dentro de una terrible pesadilla. Rodeada de luces y sombras.

—Ella es mi amiga, padre.

—¿Cómo puedes estar diciendo semejante disparate?

Pancrazio se puso en pie, enervado.

—Esa criatura de la que habláis…¿Es aquel monstruo del rio? –preguntó la curiosa reina.

—¡No es ningún monstruo! –gritó Sorei.

Pancrazio lanzó con fuerza sus cinco dedos contra una de las mejillas de Sorei, haciendo que esta cayese al suelo con el candil. Lucila dio un alarido y corriendo fue a levantar al candil y a la pequeña, por miedo a que pudiese quemarse.

Acababa de actuar impulsivamente y enseguida bajó la cabeza, con miedo.

El rey, arrepentido por lo que acababa de hacer, bajó su mano y se acercó a Sorei, que retrocedió varios pasos.

La princesa sentía que el rostro le ardía como si tuviese tizones ardiendo sobre él. El oído le tronaba y se sentía mareada.

—¡Ella no es ningún monstruo! —volvió a gritar— ¡Ella es la niña que le dije que Tolonea tenía encerrada en su desván, madre! ¡Usted no me creyó!

La reina la miraba atónita. Sus ojos repasaron a la gente que la rodeaba, no entendía absolutamente nada.

—Pancrazio…-susurró Lourdela- ¿Tú sabes algo de todo esto? ¿De dónde salió tal criatura?

Pancrazio sintió que la sangre se helaba dentro de su cuerpo. No quiso que nadie lo notase, pero su faz empalideció y sus ojos fueron haciéndose más y más grandes. Los sombríos recuerdos de aquella noche intempestiva, venían a golpearlo sin piedad.

—Lucila, te dije que vigilases el sueño de mi hija. ¡Que no saliese de sus aposentos! –gritó el iracundo rey, queriendo desviar toda sospecha que recayese sobre él. Señalando con su dedo acusador a Lucila.

Esta agachó la cerviz y suplicó mil perdones.

—Tú has visto lo que sucedió en el rio. ¿Aquel…aquel ser empujó a mi hija a las aguas? —preguntó un Pancrazio que intentaba inútilmente mantener el control.

El rostro gacho de Lucila comenzaba a encharcarse.

—No, su majestad.

La daga de oroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora