Capítulo X- El encontronazo

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Dentro de los muros del Castillo de Eneón se respiraba un ambiente tan tenso que podía cortarse con una espada. Briseida fue mandada a llamar.

—Tú –la señaló el rey con un dedo acusador- Estabas en la guardia, algo tuviste que ver.

—Le juro que no atravesó los portones, su majestad.

Briseida no olvidaba las palabras que el rey un día habló con Tolonea. Él era el culpable de su miserable infancia y a su vez le había permitido vivir y salvado la vida. Él la había apresado en una oscuridad de la que nunca fue consciente, hasta bastante tiempo después.

Ahora, se preguntaba cómo había podido vivir así, en un reducido espacio, viendo pasar sus días en una tenebrosidad llena de suciedad y nada. Recibiendo golpes como si esto fuese algo tan normal como respirar. Jamás se había cuestionado el porqué. Ella era un monstruo, la hija de Satanás.

Pero llego Sorei y trajo magia con ella. Una magia que acabó convirtiéndose en un veneno que le sabía a hiel.

Aquel rey había decidido y marcado toda su vida. Sentía un negro dolor encarnizársele bajo la piel cada vez que tenía que cruzárselo.

—Ya he hecho llamar a Amne Tulia.-le dijo la reina a su esposo.

— ¿Y quién es esa? –preguntó el rey con desesperación y menosprecio.

—No os expreséis así de ella, amado mío. Es marquesa de Los Landes de Eneón, hija de Antoneto de Castefel.

— ¿Esa extravagante chiquilla? ¡¿Y para qué?!

— ¿Extravagante? ¿Por qué decidió estudiar y convertirse en detective?

—Una mujer no hace ese tipo de cosas…Eso son cosa de hombres. Además ahora estoy preocupado por mi hija y creo que estamos perdiendo un tiempo precioso. ¿Y si la han raptado? Es una mujer…cualquier bandolero o bandido puede atravesarse en su camino y no quiero ni imaginar…- llevándose una mano al pecho se dejó caer sobre un cómodo sillón relleno de cojines de plumón.

—Por favor querido…no me hagas sufrir más pensando…- Lourdela se echó en los brazos de Lucila a llorar.

Lucila, que estaba llorando desde mucho antes, intentó calmar a su señora.

—¡No se para que tengo guardia en mi palacio! –miró con asco desmesurado a Briseida.

—Ella no…-intervino Briseida.

—¡Cállate y vete donde mis ojos no te vean, engendro inservible! ¿Por qué no la dejaría morir, Dios mio? – se lamentó mientras Briseida salía corriendo de allí, espantando a los criados, que se apartaban, mirándola con recelo y temor.

Briseida corrió y corrió. Corrió hasta que llegó a su cabaña y entró dando un portazo, dejándose caer recostada sobre la maciza puerta de madera de roble.

Se convulsionaba fuertemente mientras las lágrimas saltaban de sus ojos hacia todos lados.

Llevó el puño contra el pecho, golpeándoselo con fuerza repetidas veces. Quería que desapareciese el fuerte nudo que lo oprimía y le creaba una angustia que la impedía respirar con normalidad.

Amargamente se puso en pie y se arrastró escaleras arriba. Abrió la puerta de su habitación y vio a la lobita desperezarse y aullar suavemente.

Briseida corrió hacia la cama y tomó al animal entre sus manos. Necesitaba su calor con urgencia. Se estaba congelando con cada mirada. Odiaba al mundo y el mundo la odiaba a ella.

—Creemos un mundo nuevo, Gaia. –le salió este nombre, sin pensar siquiera.

Apretó fuerte a la lobita aullante contra su pecho. Después la apartó y la observó entre lágrimas. La lobita tenía un ojito medio abierto.

La daga de oroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora