Capítulo III - Cuando al fin se hizo la luz

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III Capítulo – Cuando al fin se hizo la luz

 

Sorei corría jadeante por el jardín boscoso y oscuro que la rodeaba. El impacto de aquella seca voz en el desván de Tolonea, había calado por completo en su infantil alma.

Unas finas manos la detuvieron a la entrada del castillo. La princesa levantó su acobardada mirada y se encontró con el gesto iracundo de su madre.

— ¿Cómo se te ocurre salir sola fuera? ¡Es de noche!

—Mami, yo…

— ¡No hay excusas Sorei! Da gracias a que tu padre se encuentra atendiendo al soberano de Baroquia.

La princesa agachó la cabeza y se limitó a escuchar la regañina de la reina. El protocolo, el peligro de un bosque oscuro. Que tan solo era una niña, que no podía hacer lo que quisiera y que había dejado plantado a todos en su propio cumpleaños.

Hubo un momento en que perdió el hilo de las palabras de su madre, para volver a escuchar “Soy un monstruo”.

La reina la rodeó con sus brazos y la levantó entre ellos. Se introdujo en el gran salón imperial, donde la fiesta continuaba. Un evento donde los nobles discutían sobre pasadas y posibles futuras guerras, política y compromisos.

Sorei miró con rabia hacia sus primas, que reían junto al grupo de niños que minutos antes se habían burlado de ella. El más rubio hasta había osado insultarla. Nunca nadie la había insultado. Ese niño era malo. Y ahora le levantaba las faldas a sus primas, sin quitar de su rostro aquella mueca engreída y risueña.

—Vaya cumpleaños y menudos invitados. –se quejó la pequeña Sorei, con tristeza.

La reina la dejó sobre el suelo, aún con más firmeza y severidad.

—Una princesa no puede ser tan grosera. Deja de avergonzarme, ya tienes siete años.

Sorei contuvo las ganas de llorar que le producía aquel dolor clavándosele en medio del pecho. No debía llorar tampoco.

Briseida, se encontraba en su permanente estado de alerta. Vio que la luz comenzaba a hacerse en los patios y jardines, colándose por las rendijas del desván.

Con cuidado miró el objeto al cual aún seguía aferrada y que minutos antes había chocado contra su cuerpo. Era un gran bulto de tela floreada, descolorida y hecha un amasijo de nudos. Parecía contener algo en su interior.

Briseida caminó agarrotada hacia las hebras por las cual se filtraban algunos rayos de luz. El bulto de tela asido entre sus dedos de uñas puntiagudas. Deshizo los nudos y unos cuantos trastos cayeron de sus manos y chocaron contra el suelo.

Se agachó veloz. Sus ojos torcidos y de un azul tan profundo como el lago más abundante, pasearon por aquellos objetos que podía observar y rozar con la yema de los dedos.

La tenue luz apenas alumbraba un pequeño diente que se perdía entre varios ropajes viejos, todos de niños.

El miedo la aturdió de pronto. Recogió aquellos trapos a toda velocidad. Pero el diente cayó, rodando por los polvorientos tablones de madera. La temerosa niña se revolcó por los suelos buscándolo. Al dar con él, sintió que la punta de los dedos le ardían y desvió la mano de inmediato.

Unos gritos y risas irrumpieron su turbación.

Con reticencia se asomó por las rendijas de la mohosa madera y vio a varios niños en el jardín.

La daga de oroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora