Briseida no lograba salir de su aturdimiento. La vergüenza que se pintaba en su rostro enrojecido solo la dejó pensar en algo: El peligro que corría la princesa corriendo sola por el rocoso bosque, donde la maleza se unía y del cual había gente que no había regresado.
Asustada embadurnó su antorcha en una especie de queroseno casero y volvió a encenderla. El resplandor iluminó aquella desvencijada cabaña, levantada sobre las cenizas del hogar ruinoso de Tolonea.
Sin pensarlo un segundo salió de casa y el viento la golpeó con tal fuerza que la hizo retroceder unos pasos. Este parecía no querer dejarla caminar.
Aún así, se llenó de coraje y valentía y asumió la búsqueda de la princesita.
Sorei corría y corría, gimiendo cada vez que alguna piedra se clavaba en la delicada piel de las plantas de sus pies o cuando sentía alguna rebelde rama llevarse girones de su cabello o de su piel.
Se detuvo en seco, respirando agitada. Dio mil vueltas sobre ella misma, desorientada. ¿Dónde se encontraba ahora mismo? Había corrido tanto que ni sabía. Ni siquiera el castillo podía divisar a lo lejos y esto hizo que se sobrecogiese de terror. Jamás había puesto un pie lejos del castillo, era lo único que conocía en su vida.
Ahora se encontraba en plena oscuridad, ni siquiera la luna la alumbraba. ¿Hacia dónde ir? Todo era negrura.
Sus manos se aferraron a las altas y gruesas hierbas.
¿Hacia dónde voy? ¿Dónde estoy?
De repente escucho un leve llanto y comenzó a sentir humedad en sus manos. ¿Le sudaban las manos de los mismos nervios?
— ¿Por qué lloras, amada Amatista?
Escuchó una voz ahogada, gangosa y varonil, que la sobresaltó tanto, que soltó las plantas para retroceder abrazada a sí misma. Chocó contra el tronco de un árbol.
—Oh no…- escuchó una suave voz varonil pero cantarina. Las ramas del árbol comenzaron a mecer su cabeza.
Sorei creía encontrarse dentro de una pesadilla. Si, esto no existía, no podía estar sucediendo. Se pellizcó con sus manos mojadas, pero nada cambiaba.
De repente volvió a escuchar la voz varonil y cantarina, que parecía proceder del mismo árbol.
—Has hecho llorar a Amatista, humana.
— ¿Qué? Yo no…
—No os preocupéis, estamos acostumbrados al maltrato del humano. No contamos con armas de destrucción, como vos.
—No, yo no he querido…
—Pero al menos nos queda el consuelo de saber que cada vez que nos maltratáis una maldición recae sobre vosotros.
—¿Una maldición? – salieron las palabras, atascadas en su garganta. El corazón galopaba dentro de su pecho a toda velocidad. Quiso separarse de aquel árbol, pero este la retuvo por un brazo, con una de sus ramas.
—Si, una maldición. Cada árbol que muere deja menos papel para que os comuniquéis entre vosotros en vuestro segundo lenguaje.
Sorei llevó una mano contra su estómago. Aquello no podía ser más que un mal sueño.
—Pero lo de Amatista es diferente. Has herido a la flor de la pasión. La has apretado con tanta fuerza que casi la asfixias de miedo. En tus manos están sus lágrimas y quizás algo de su sangre.
Amatista seguía sollozando. Parecía un canto doloroso que se alzaba hacia el cielo.
Aquel de voz gangosa salió de entre los matorrales y dijo:
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La daga de oro
RomanceUna misteriosa historia de amor, aventuras y magia. Donde la Inquisición, la Monarquía, las brujas, los aquelarres, los encantamientos y maldiciones tomarán protagonismo para entretejer una gran historia en la cual una atípica princesa, un príncipe...