Capítulo VIII - Un compromiso firmado

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                                                   Capítulo VIII- Un compromiso firmado

 

Con el alma apagada, Briseida caminaba a tientas por el enorme castillo.

A la vez que el corazón se le resquebrajaba ella desgarraba el hermoso vestido de tul entre sus largos dedos.

Subió hasta el último torreón, mirando hacia las estrellas del cielo. Las lágrimas ácidas no dejaban de danzar en sus mejillas arrugadas como las de una anciana.

Tocó su rostro con la palma de sus manos. Era un espanto.

Dos verrugas sobresalían de su nariz. Como las de las horrorosas brujas de los cuentos de hadas.

No, no y no. Se negaba con toda su alma. Ella no era princesa.

Quiso lanzarse por el torreón y morir de una vez. ¿Por qué no habría muerto colgada de aquel árbol? Lloró y lloró, golpeando las paredes y mesándose los cabellos.

Era un ser nauseabundo, terrible. Ya no habría príncipe, amor, Sorei, ni nada para ella. Solo un dolor encallado y convertido en furia.

Quedó abatida entre los girones del vestido. Cayó derrumbada y dolorida en el suelo del torreón. Suplicó a la muerte que viniese a buscarla, pero tan solo el sueño se la llevó envuelta en lágrimas.

Los días fueron sucediéndose sin detenerse.

Lucila mostró lo del espejo como un incidente.

Sorei intentó acercarse a Briseida, pero esta rechazaba su contacto. La princesa había caído en una profunda tristeza, que la hacía lucir ojerosa y falta de energías.

Sus padres preocupados hicieron que la revisasen. La pequeña cada día se volvía más callada y ausente.

El rey de Baroquia se comunicó con el de Eneón para comunicarle lo sucedido con Amadeo y el cambio de heredero. Tras pensarlo bien, Pancrazio aceptó de buen grado comprometer a su hija con Alessano de Baroquia, borrando el nombre de Amadeo del contrato para sustituirlo por este otro.

Los dos firmaron su acuerdo con pluma, tinta, papel y un buen apretón de manos.

Pancrazio informó de todo lo acordado a Lourdela, que algo desconcertada, tuvo que aceptar sin más.

Alessano aceptó ir al ejército. Fue duro aprender a pelear como un verdadero guerrero. No soportaba que nadie le mandase ni guiase. Él iba a ser el que mandase sobre todo un país.

Amadeo fue convirtiéndose en el monje Amadeus. Aceptando una a una las reglas de San Benito. Ya nada era suyo, ni siquiera un pedazo de papel. Nada le pertenecía, ni un solo cabello de su cabeza. Todo quedaba a disposición del abad y de Dios.

Pasaron tantos días que estos se convirtieron en años.

La vigilia dominical había comenzado aquel amanecer de domingo más temprano de lo común.

Amadeo, sentado en el banco junto a una fila de compañeros, escuchaba con atención el responsorio.

Una voz cantando “Gloria” retumbaba entre los muros de la Iglesia y todos se pusieron en pie, haciendo reverencias.

Amadeus vestía una cogulla negra que lo cubría desde los tobillos hasta el cuello. Tenía la capucha echada hacia atrás mientras un cordón rodeaba su cadera. Tres nudos estaban atados en el, representando los votos de humildad, castidad y obediencia.

La daga de oroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora