Capítulo III Humillación

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Las mejillas de la anciana de cabellos grisáceos que yacía en la pequeña y vieja cama estaban enrojecidas a causa de la fuerte fiebre. Su rostro que, a pesar de reflejar la dureza de la vida siempre tuvo una dulce expresión, ahora lucía demacrado por la enfermedad.

Sentado en el borde de la cama, Leonid pasaba un humedecido pañuelo por la frente de la anciana, intentando limpiar el sudor y calmar la temperatura sin éxito. Frustrado, humedeció el pañuelo en el recipiente que se hallaba sobre la rústica mesita al lado del lecho y lo colocó de nuevo sobre la frente de la mujer.

Con expresión preocupada, rozó con sus nudillos las demacradas mejillas de la anciana. No soportaba ver a su bábushka (1) de aquella forma. La enfermedad la estaba marchitando hasta la muerte, mientras que él lo único que podía hacer era ver con dolorosa impotencia cómo moría.

El dinero a duras penas le alcanzaba para poner un miserable bocado de comida sobre la mesa. Y ni hablar de los medicamentos que su bábushka necesitaba. Los míseros rublos que obtenía no lograban costear los medicamentos y, sin el dinero suficiente, tampoco podía costear el tratamiento que requería en un hospital.

Con aquel deprimente pensamiento presente, observó una última vez a la anciana antes de salir de la habitación.

Cabizbajo, caminó a través de la pequeña y empobrecida vivienda hasta llegar a la estrecha cocina-comedor donde vio a su hermana Nastia de espaldas, quien comenzaba a preparar una cena un poco más decente que la de los anteriores días gracias a lo que él había ganado en la mañana.

Leonid se acercó hacia Nastia y esta volteó a verle. Su lacio cabello rubio estaba recogido en una coleta alta y sus ojos grises, un tanto más oscuro que los de él, estaban llenos de preocupación.

—¿Cómo sigue? —preguntó Nastia.

—Descansando... —contestó suspirando con amargura y sentándose en una de las viejas sillas frente a la pequeña mesa.

El semblante de Nastia se llenó de dolor y Leonid se sintió culpable e impotente.

Se suponía que su deber era velar por ellas dos. Así había sido desde el fallecimiento de su madre hacía unos nueve años quien fue la cabeza del hogar luego de que su padre; un borracho maltratador les abandonó cuando Nastia y él eran muy pequeños. Por eso, cuando murió su madre, Leonid tomó la decisión de encargarse de todo. Él pagaría todo el sacrificio de su madre y su bábushka, y así su hermana podría terminar de estudiar. Sin embargo, nada de eso ocurrió porque su bábushka enfermó y Nastia abandonó los estudios. En definitiva, la vida no resultó en lo absoluto como esperó.

—Hace poco vi a Pavel... —comenzó a hablar Nastia de forma algo nerviosa—. Me dijo que podía olvidar todo lo que pasó si regresaba a trabajar con él...

—¿Regresar? ¿Regresar a trabajar con él? —Leonid interrumpió con furia.

¿Cómo podía su hermana siquiera considerar tal cosa?

Pavel, el ex jefe de Nastia, era el dueño de esa maldita fábrica explotadora. Era aquel bastardo que siempre se aprovechaba de sus trabajadoras. Aquel bastardo incluso había amenazado a Nastia para que se acostara con él a cambio de no echarla a la calle.

Todavía recordaba la forma temblorosa y sollozante en la cual había encontrado a su hermana el día que ocurrió aquello. Y la rabia que le inundó cuando esta le contó lo sucedido. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo debido a las súplicas de Nastia, para no ir directamente a partirle la cara a aquel bastardo.

—¡¿Acaso estás loca?! Tú no vas a regresar a trabajar allí —escupió con rabia.

Leonid no iba a permitir que su hermana aceptara aquella proposición. Tenía la seguridad de que si aquel hombre le había dicho aquello a su hermana era con sórdidas intenciones. Y peor aún, por cómo estaban las cosas, tenía la certeza de que Nastia al igual que él, sería capaz de hacer lo que fuese con tal de conseguir dinero. Pero él jamás iba a permitir que su hermana aceptara.

Ojos grises © (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora