dos - por esto es que no podemos tener cosas bonitas

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El cansancio, por más que luché contra él, me ganó por completo.

Ni siquiera lo noté, tampoco. Desperté con una confusión extraordinaria, a causa de las gotas congeladas de la lluvia intermitente que comenzó a arreciar. Revisé la hora en mi celular, antes de cubrirlo como podía con la fina tela de mi vestido. Esperaba que no se arruinara, de lo contrario sería el tercer teléfono que desecharía en poco más de un mes. Debí haberme desvanecido por completo, ya que Milo me había enviado un mensaje para avisarme que se encontraba cerca. Me acomodé contra la pared de ladrillos ásperos, gruñendo por el agotamiento y la lluvia. Cualquiera diría que ya estaba acostumbrada a la especie de resaca inmediata que me provocaba utilizar todas mis habilidades en una corta cantidad de tiempo. No era así, sin embargo, y ni a Milo ni a mí se nos ocurría un modo de evitarlo. Y habíamos inventado varias opciones.

Me fijé en la hora otra vez, deseando haber obtenido poderes de tele-transportación o un buen par de alas que me ahorraran el tener que viajar o esperar en situaciones así. Le envié un mensaje a Milo para que se apresurara, para recibir otro de voz que me exigía que no le hiciera utilizar el móvil mientras manejaba, acusándome de ser irresponsable. Con él, nunca podía saber si estaba siendo sarcástico o serio. Quizá ni siquiera él sabía la diferencia.

Volví a perderme entre la vigilia y el sueño, hasta que mi móvil vibrando me sobresaltó. Milo me estaba exigiendo mediante mensaje tras mensaje que le dijera en dónde demonios me encontraba. Le envié la ubicación, agregando emoticones que le enseñaban el dedo de en medio.

El viejo Chevrolet Nova de mi amigo apareció en la calle minutos después. No era difícil de reconocer, primero porque era turquesa brillante, segundo porque no había pasado ningún vehículo desde que había regresado a la conciencia, y tercero porque era un jodido Chevrolet Nova. Casi nadie conducía autos como ése en la modernidad de Londres, incluso en un barrio como en el que me encontraba.

Agité una mano, asomándome hacia la salida de aquél pobre lugar que difícilmente sería terminado. Milo detuvo el auto apenas me vio, y no tardó en trotar hacia mí. Me ayudó a erguirme de un enérgico tirón, y luego a ponerme el abrigo que había traído—uno de los pulóveres enormes que siempre solía robarle.

—¿Estás bien, pequeña idiota? Hueles raro. ¿Ninguna herida letal por la que tendré que arrastrarte a la sala de emergencias más cercana?

Me sostuve de él, pellizcándole el costado de su cintura. Tenía apenas una chaqueta de jean por sobre una remera.

—Por favor deja de hablar.

—Nope. Adoras mi perfecta voz, y lo sabes.

Lo hacía, un poco. Milo tenía una voz profunda y cálida, que lograba captar la atención de cualquiera. El problema radicaba en lo que ésa voz pronunciaba, en su mayoría estupideces. Volví a pellizcarle, con una sonrisita cansada.

a fateless curse ⋄ wanda maximoffDonde viven las historias. Descúbrelo ahora