CAPÍTULO VI

3 1 0
                                    

VI

 

Hace una semana atrás, exactamente once y treinta y ocho de la mañana. Es jueves.

—Por favor, muestre su identificación—. Me recomendó una especie de araña robótica. No sé mucho sobre estas cosas, pero creo que los modelos como ellas tienen una especie de metralleta. Lo raro es que no haya sido descubierta por el SSO; aunque fácilmente, si el dueño es capturado, puede argumentar que la tenía para autodefensa y agregar que ya había tenido un robo unos meses atrás. Posiblemente la pena se la bajarían a solo unos meses o a trabajo comunitario.

Estoy seguro que modelos como este eran vendidos por la Mafia Oriental[1], recuerdo que en una ocasión me encargué de prestar servicios como guardaespaldas informático a alguien que trasportaba ilegalmente este material.

No sé qué tan nociva puede ser, lo cierto es que como cualquier otro aparato tienen una clave para desactivarlo. Si bien no he regresado a la Red desde hace una década, el don aún sigue en mí.

—Claro, por qué no—. La solución se me presentó rápidamente: cubrir con mi cuerpo al aparato este, de tal forma de que el Sistema no pueda detectar cuando le hablara. En otras palabras, debo darle la espalda al software de seguridad.

Si tomo en cuenta que aún existe la privacidad, por lo menos, en el interior de las habitaciones; entonces, el Sistema no puede estar instalado dentro del cuarto que habita esta cosa; significa, por tanto, que únicamente puede estarme vigilarme desde mi espalda.

A simple vista parece que el Sistema no tiene punto siego, pero puedo crear uno: interrumpiendo su línea de observación. Si me coloco entre el rostro de la máquina y la mirada del software, habré creado un entorno de seguridad exclusivamente para mí. Será entonces cuando le susurraré el código de desactivación. Solo necesito unos segundos, tres en total, para no disparar las sospechas de aquella inteligencia que nos vigila minuciosamente.

— 01020403MDS.

Lo había logrado.

La chatarra estaba inmóvil, entonces decidí ingresar.

—Muchas gracias, qué buen amiguito eres. Dime, ¿está el señor de la casa? ¡Hay alguien! ¡Disculpe, hay alguien aquí! Soy el repartidor de alimentos del gobierno, si hay alguien entonces responda.

Once cuarenta y uno de la mañana, la puerta se cerró detrás de mí.

Recuerdo que para aquel entonces ya comenzaba a sospechar sobre el auto y los sujetos de negro que parecían acampar todos los días en los exteriores. Mi certeza de que algo no estaba yendo nada bien aumentaba rápidamente. Había empezado a poner más atención a todo lo que me rodeaba. Debido a eso, y por una cuestión de seguridad, ya no me había inclinado únicamente a hacer mi trabajo como lo había estado realizando hasta ese momento.

Desde hacía un tiempo, comencé a reunir información de las personas a quienes visitaba y dejaba las raciones. Con el tiempo todo me había guiado hasta esta habitación: aquí vivía un ex mafioso, Doc, le decían—, no es que sea extraño encontrarse a alguien de su calibre por aquí; después de todo, por Oriente estaban regados, como la orina, los ex hackers. Siempre te encontrabas a uno por allí, pero todos habían abandonado el oficio por falta de adaptación a este mismo o porque el gobierno les había comenzado a morder los tobillos como perro hambriento—; se había retirado desde varios años atrás, pero yo sabía que podía usarle.

Lo había investigado tan minuciosamente. Sabía cuándo salía, en qué momento, para qué. Había escuchado de su seguridad— la chatarra de mierda que acabo de desactivar—, y de que ella siempre atendía a los llamados de la puerta. Solo en contados casos Doc salía a recibir a quienes lo visitaban, pero nunca dejaba que entrasen al interior de la habitación. ¿Por qué sería? Parecía trabajar muy arduamente y eso que ya era una persona de gran edad.

El RedistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora