32. romper armonías.

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Cuando estaba ahí, frente a todos, frente a nada, frente a mi misma como un espejo quebradizo que raspaba mis ojos sollozantes, suspiraba, y volvía a respirar sin inhalar. Sin una lágrima, sin una uña bajo piel en movimientos frenéticos de desesperación histérica. Cuando estaba allí, sentía la necesidad más que nunca, de la nada absoluta, de la oscuridad, de el silencio y por sobretodo, de la soledad en su forma más acogedora. No necesitaba nada, y era allí, en aquel punto de inestable tranquilidad, donde mis dedos que tronaban teclas junto a mis uñas, se permitían crear.
Bajo esa manta de tranquilidad, mis manos eran ásperas y torpes, se movían sin dirección y con un desenfreno voraz que no hacia más que devorar armonías y distorsionar tonalidades de lo más delicadas y aformes. Cuando yo destruía la paz del silencio con millones de notas rítmicamente indescifrables era cuando me sentía viva. Era cuando me sentía en una intranquilidad enbellecedora, cuando estaba sola y podía destruir todo a mi paso sin que nada ni nadie emitiera un comentario al respecto. Porque en aquel momento en donde la debil tela de la tranquilidad se rompía, me sentía libre de hacerlo, y hacerlo miles y miles de veces más. Y saber, que con un solo tecleo apasionado yo podía conmover tanto mi alma hasta llenarla de colores vivos que se apagaban y encendían con devoción como una marcha alegre de millones de antorchas y corazones al fuego vivo. Yo ardía en miles de notas musicales que dolían dentro de lo que cabía, porque sabía que mientras más tocaba, más sabia cuan agigantados estaban mis sentimientos, cuan fuertes y encendidos, cuan apagados. Y allí era, cuando el silencio no volvía a ser el mismo, que volvía a recaer.
Terminada la obra, mi respiración entre muchas jadeadas de exaltación que cada parte de mi cuerpo soltaba al no continuar. Había terminado, no porque quisiera, sino porque sabía que si seguía, pronto mis peores pensamientos carcomerian el piano y lo harían mil pedazos. Y acabarían con todo, no solo con el inquietante silencio que me alentaba a crear. Y cuando me daba cuenta de aquello, más mis manos se aproximaban a mi rostro, y sollosaban, porque sabían, y saben que cada vez que creo, es porque mi alma necesita destrozar algo, aunque sea un mínimo silencio, aunque sea algo, que no seas tu.

White, The Honest. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora