Ante la gran e inusitada sorpresa de todos los presentes, tal y como sugería lo dicho, Kaneff y Keroge eran hermanos. Había pasado más de una década desde que estuvieron juntos por última vez, en la casa suburbana de la infancia. Para ese entonces la única preocupación de aquellos dos niños de poco más de diez años de edad, aparte de la escuela y responsabilidades generales, no era otra que perseguir los sueños de inventores que formaban parte de sus múltiples juegos cotidianos. Kaneff era el de la iniciativa de construir máquinas que pudieran volar y transportarlos a donde quisieran, con las cuales podían salvarse de cualquier peligro que acechara en la tierra y se perdían en prolongados viajes imaginarios a través de ciudades de nubes, surcando mares inmensos en el cielo. Pese a que sólo eran juegos de niños, el complejo pensamiento de aquel hermano mayor siempre reservó aquellas ideas como posibles de realizar.
Y en realidad, la posibilidad crecía al mismo paso que él. Fue convenciéndose cada vez más y más de aquello; investigaba por su cuenta las opciones que tenía al alcance, consultaba con expertos en el tema, en poco tiempo adquirió una gran cantidad de conocimiento, y rápidamente fue estructurando un plan de vida prometedor que lo impulsó a tomar una decisión importante para su futuro. Su profesión sería la ingeniería.
Era una idea que no le caía nada mal a la opinión de su padre, un médico bien remunerado pero sin trabajo fijo, y de no ser por aquel desafortunado accidente, seguramente lo hubiera conseguido como quería. En cierta ocasión, uno de los juegos de los dos niños los llevó a convertir la escalera espiral de la casa en un muro de escalar, repleto a tope de movidas riesgosas que el pequeño Keroge no parecía aprobar mucho. Kaneff tenía en mente alcanzar la copa del enorme roble del jardín, donde se había estrellado un planeador impulsado con cargas de radiación solar (era de los primeros artefactos que les funcionaron). Su ejecución estaba marchando de acuerdo a lo ideado, aunque Keroge desconfiaba de esto, pero entonces, justo después de engancharse al techo y abrir un vidrio del ventanal, no tuvo tiempo de sujetar la cuerda cuando resbaló y cayó de este, quedando suspendido en el aire. El pequeño Keroge soltó su cuerda y bajó al suelo, en seguida cruzó el jardín hasta ver a Kaneff, quien en un movimiento urgido logró sujetar una rama del árbol. Todo estaría bien si Kaneff podía librarse de su amarre, moverse entre las ramas y bajar por el tronco, algo similar a lo que solían hacer con frecuencia cuando jugaban afuera; ambos se miraron y rieron con cierto alivio trémulo luego de aquel susto, del cual Keroge había sido el más afectado.
Los dos olvidaban el objetivo que los había llevado a esa situación, e ignoraban el hecho de que Kaneff pesaba lo suficiente para sacudir el dosel con fuerza, mientras trataba de subir. Cuando escucharon el penetrante sonido de ramitas y hojas siendo aplastadas, y voltearon a mirar, entraron nuevamente en pánico. El planeador se deslizó rápidamente hacia el borde, donde un alerón se enganchó con una estaca rígida y la tapa que cubría la batería fue desprendida, y el artefacto se volcó, precipitándose sobre Kaneff; entonces todo se vino abajo. En el interior de la casa, el único ruido sustancialmente fuerte que se había percibido en todo el día lo produjo un taladro perforando una pared para colgar un cuadro nuevo, hasta esos momentos, en los que la paz de la tarde temprana se quebrantó con un golpe estrepitoso, seguido de un aullido desesperado, ambos provenientes del exterior. El señor Leander y unos colegas que se habían reunido a conversar ese día, salieron a prisa al sendero que conducía al jardín, sólo para detenerse de golpe ante la escena: Kaneff había quedado colgando por un pie de la cuerda, casi desvanecido; el planeador se había hecho añicos en el suelo, ardiendo con una bruma acuosa e invisible, y el pequeño Keroge permanecía atónito, inmóvil, sin saber qué hacer o decir.
Días más tarde llegó la amarga noticia. Kaneff había perdido movilidad en las piernas por efecto de la severa quemadura en su espalda baja, y tardaría mucho tiempo en recuperarse del todo, quedando con el peligro de no poder volver a caminar y, aún peor, una enorme cicatriz de por vida. Aunque aquello ocurrió cuando tenía apenas 12 años de edad, contra lo que podía pensarse, seguía sin perder su horizonte. En su forma de ver las cosas, este solo era el primer tropiezo en el largo camino hacia sus metas, y sus fervorosas declaraciones le daban ánimos a su pequeño hermano. Pero la verdad innegable, el significado que aquel incidente tenía para todos, incluso para él mismo, era otro bastante distinto, y mucho más desalentador. Era más que probable el hecho de que, a causa directa de eso, había acabado tornándose en alguien mucho más precavido y restrictivo sobre todo lo que hacía; ya de adulto, luchar contra su desconfianza lo llevó a tal punto de no haber estado de acuerdo en múltiples ocasiones con participar en ciertos experimentos, aún reconociéndoles la importancia para sus proyectos propios. Ese trágico incidente lo cambió casi por completo.
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NIRMITI: La Nueva Tierra
Science FictionEl Poblado perdido en la inmensidad del mundo conserva un último aliento de escencia de vida: un antiguo y complejo relato que narra lo que ocurrió en el pasado. La Leyenda de NIRMITI. Durante una gran guerra, el mundo fue transformado por una catás...