Padre Nuestro.

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Padre Nuestro

El día es soleado, los pájaros cantan, la brisa suave le mece el pelo suavemente, pero la mujer vestida de negro, con gafas de sol y cara triste, llora. Es una mujer relativamente joven y guapa que está en el cementerio, ante la tumba de un desconocido. Cuando supo por fin quién era su padre, él yacía enterrado en aquel lugar desde hacía dos días. “Toda una vida buscando a mi padre, y cuando lo encuentro, ya está muerto. No es justo”, pensaba. Y lloraba. Silenciosamente, con su pañuelo en la mano.

 De repente notó una presencia. Otra mujer, más joven, se le había unido. No era rubia, como ella, no tenía la piel tan blanca, algo más baja, pero triste también. También lloraba.

 —¿Conocías a mi padre?—, le preguntó.

 —¿Tu padre?—, contestó la primera.

 —Sí. Murió de pronto. Siempre vivió su vida. Yo me peleaba mucho con él, pero él se iba por ahí, y siempre volvía contándonos mil y una historias. Yo no me las creía, pero eran divertidas.

 —¿Cómo murió?

 —De un infarto. Pero le encontraron más cosas después de morirse. Se hubiera muerto de otras cosas. Tenía la tensión alta, urea, un cáncer incipiente, y otras cosas de la gente mayor.

 —No era tan mayor.

 —No. Bueno, setenta años no es ningún jovencito.

 —No. Setenta años tampoco es tanto. Y tres días más me hubieran bastado para conocerle...

 —¿No le conocías? ¿Entonces qué haces llorando ante su tumba?

 —Porque era mi padre. He estado toda mi vida buscándole. Y cuando le encuentro, está muerto.

 —¿Tu padre?—, dijo una tercera voz, la de otra mujer del mismo tramo de edad que la segunda. —También era el mío. Pero yo sí le conocía.

 —Andrea—, dijo la segunda, —¿De verdad somos hermanas?

 —Las tres, por lo que parece—, dijo la tercera.

 —Y no nos conocíamos—, dijo la más joven. —Toda la vida pensando que soy hija única, y resulta que tengo dos hermanas. Mi madre se va a alegrar cuando lo sepa...

 —Feliz tú que tienes a tu madre contigo—, dijo la primera. —Hace un año que murió la mía. En su lecho de muerte me dijo el nombre de mi padre. Desde entonces lo busco. Y lo he encontrado aquí—, señaló la tumba, con un sollozo de rabia.

 Aún estuvieron un rato en silencio ante la tumba. Cada una con sus propios pensamientos. Al cabo del rato, la segunda dijo:

 —Tenéis que venir conmigo a casa. Mamá se pondrá contenta, ya lo veréis. Tenéis que comer con nosotras. Y os quedaréis el tiempo que queráis—, sentenció.

 Subieron al Audi 3 de la segunda, y pronto estuvieron en su casa.

 —Mamá, traigo a mis hermanas.

 La madre miró a su hija como si se hubiera vuelto loca.

 —Hija, ¿qué dices? ¿Quienes son estas chicas? ¿Amigas tuyas?

 La mujer vestía de negro, como se viste aún en los pueblos de Murcia. En aquella casa no había entonces alegría, y había evidentes signos de duelo. Ventanas cerradas, cortinas echadas, silencio absoluto. La verdad es que las dos mujeres se habían quedado solas. Una vecina estaba haciéndole compañía a la viuda, relativamente joven.

 —Mamá, estas son Greta y Andrea. También son hijas de papá. ¿Tú sabías algo de ellas?

 La mujer se sentó y las miró con atención.

La saga del Padre Nuestro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora