Amén: 4 Vuelta al colegio.

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IV Vuelta al colegio

 Cuando acabó ese día, pude constatar que mi antigua familia ya no me lloraba tanto. La verdad es que había sido un mazazo. De pronto se habían quedado sin el que les había estado animando, por decirlo benévolamente, las comidas familiares y otros eventos comunes, durante sesenta y dos años. Poco a poco se fueron acostumbrando. Y pronto aprendieron a vivir sin mí. Habría sido una putada si me hubiera quedado algo de sentimientos, pero eso era algo que estaba innato en el cuerpo, no en la parte que había sobrevivido a mi muerte. Ahora que ya sabía entrar y salir de los cuerpos, quise tranquilizar a mi ex y a mi exsuegra, y me presenté en sus sueños. Mi suegra estaba soñando con un paisaje plácido, gris, tenue. Sin mucho ruido de fondo. De repente me presenté ante ella como un personaje que está en la distancia. Y canté. Recobré la voz de Lin Chun, y canté la canción de la cigarra:

 Canto, canto para una hermosa mujer

 hermosa hoy como lo fue ayer,

 Canto para esa preciosa mujer

 que nunca me cansé de ver

 la madre de mi mujer,

 a la que quiero dar a entrever

 que por fin he logrado saber

 que es bueno saber tener

 la confianza, sabiduría y poder

 que fluyen del fondo de mi ser:

 suegra, estoy bien y siempre te voy a querer.

 Luego me acerqué, lentamente, hasta presentarme ante ella, y le dije:

 “No te preocupes, mujer. Soy yo, tu yerno, Ángel. Esto es un sueño, pero me dejan comunicarme contigo para que sepas que estoy bien, y que os quiero a todos. Que ha sido un lujo teneros como familia, y lo único que lamento es que me haya durado tan poco. Descansa y haz feliz a los que te rodean. En mi nombre, dales un beso a todos cuando los veas. Y ahora despiértate y cuéntale este sueño a tu hija, porque si no se te va a olvidar”.

 Y en su sueño di una palmada fuerte, y mi suegra se despertó. Se quejó y se despertó, solícita, mi ex.

 “¿No puedes dormir?”, le preguntó. “No, no es eso. Acabo de tener un sueño. He soñado con tu marido”.

“¿Sí? ¿Y qué te dijo Ángel? ¿Está bien?”, dijo mi ex, a todas luces mucho más crédula que mi suegra.

“Está bien, y me manda que os dé un beso a todos de su parte”, y se acercó a mi ex y le dio un beso en la mejilla. Las dos se abrazaron y estuvieron un rato en esa posición, sin poder contener un sollozo.

“Era muy bueno. Es bueno hasta después de muerto”, dijo mi ex.

“Vaya”, me dije yo. “No sabía que pensara tan bien de mí. De haberlo sabido me habría aprovechado más”. Pero me sentí de pronto culpable, muy avergonzado por haber pensado eso. Pero me di cuenta al punto de que era porque se me había olvidado salirme de mi suegra. Pero al menos el sueño ya no se le olvidaría.

Cuando volvieron a dormirse, le tocó el turno a la buena de mi amada esposa. Entré en su cabeza, y me sobresaltó lo que vi. Toda su vida había sido un puro nervio. Vi un montón de imágenes de su escuela, de sus compañeros, de sus alumnos, que a pesar de ser revoltosos, la adoraban. Pero ya llevaba muchos años sin ir por la escuela. Exactamente 26, pues se había jubilado a los sesenta años, como yo, pero cuatro años más tarde. Sin embargo seguía yendo por allí, por su última escuela. El Colegio Jerusalén, cercano a su casa. Y les contaba un cuento una vez por semana. Le encantaba contar cuentos. Los primeros veinte años de mi jubilación había escrito yo varios libros. Treinta novelas y cinco o seis gruesos libros de cuentos. Esos habían sido para mis nietos, que no tardaron en ir apareciendo. Pasamos de ser una familia con dos hijos mayorcitos sin niños a tener de golpe ocho nietos. Mi contribución a la familia como abuelo no fue la de todos los abuelitos, pues yo tenía urgentes negocios que atender en otros lugares siempre en los momentos más inoportunos. Pero volvía siempre con un regalo literario. No es que tuviera una mente tan fértil, como ellos llegaron a creer: es que miraba un hecho de todos los días de una forma especial, y lo convertía en un cuento. Como cuando se le cayó una maleta a una muchacha en el aeropuerto, y se le salieron todas las cosas. La ayudé a ponerlo todo dentro, y ella me dio un par de besos, muy agradecida. Luego no la volví a ver más. Cuando volví a mi casa, le conté a mi nieto Abelardo, hijo de mi hijo Servando (que por fin le había dado el gusto a mi dulce esposa de que un nieto, ya que no un hijo, suyo llevase el nombre de su padre) el cuento de la princesa que viajaba de incógnito:

La saga del Padre Nuestro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora