Que estás en los cielos.

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Que estás en los cielos

 La noche era cálida y apacible. Marina yacía tumbada en una hamaca, en la playa de Tel-Aviv, con un cuba-libre en la mano, mirando al cielo. Había caído la noche, y desde hacía horas veía cómo los aviones surcaban el cielo desde detrás de ella hacia adelante, a la vez que se elevaban. Llevaba dos días en aquella ciudad, y había decidido venir a la playa con varias amigas, y mientras ellas charlaban entre sí de naderías, y alguna que otra se había quedado dormida, ella seguía bebiendo en silencio, recostada, aún en traje de baño, en su hamaca, observando con los ojos entrecerrados el inicio de la singladura de tantas aeronaves. Ella había llegado allí en una de ellas, y en una de ellas volvería a surcar el cielo de nuevo, dentro de algunos días. El cielo era su país, su zona, su gaseoso elemento, puesto que ella era azafata, cabinera, en resumen, una camarera del aire, cuyo cometido es dar a los pasajeros la comida, la bebida, pero sobre todo seguridad y comodidad con una sonrisa y un saber hacer que en realidad no enseñaban en la escuela de azafatas, sino que se iba adquiriendo con el ejercicio de su profesión; lo que se llamaba desde siempre “aprendiendo el oficio” mediante su ejercicio.

 El aire estaba caliente, en aquella noche de julio la temperatura había descendido a 43 grados, aunque mientras estuvo el sol iluminando no bajó de los 45. Ahora ya podía estar alli, fuera del agua. Mientras estuvo el sol arriba, no soportaba estar en el agua, puro caldo de sopa, ni fuera de ella, desierto tórrido, pero sí en el mágico momento en que habiendo salido del agua, todavía su cuerpo conservaba el agua sobre su piel y en su bañador. El proceso de evaporación del agua le daba el frescor del que su cuerpo estaba tan sediento. Y así había estado más de dos horas, entrando y saliendo, charlando con sus amigas, chapoteando, nadando, sumergiéndose en busca de una décima de grado más de frío, o de tranquilidad.

 No pudo dejar de pensar en su amiga Mabel, la rubia azafata, compañera de academia y de primer vuelo. Habían ido de Madrid a Vigo. Las dos tenían más miedo que vergüenza porque nunca habían volado. Tenían una idea muy romántica del aire. Pero volar de verdad, llevando la tranquilidad de varias decenas de personas colgando de su sonrisa era una experiencia nueva para ellas. Cumplieron lo mejor que pudieron. Y al llegar a Vigo, el capitán, un orondo hombrecillo con muchas horas de vuelo, las felicitó. Y su sobrecargo, Mario, también las felicitó por lo bien que lo habían hecho. “Parece que lo hubieran hecho toda la vida”, les había dicho con una sonrisa. Porbre Mabel. Aprendieron ellas dos que no todo era romanticismo, soltar una sonrisa fácil y cambiar de país como el que cambia de camiseta, cuando las destinaron a Canarias. Mabel iba en aquel avión que iba de Tenerife a la Palma, un viejo DC3 que perdió la fuerza de los dos motores, y cayó al mar. Ella misma había estado a punto de ir en aquel vuelo, pero a última hora falló una azafata para el vuelo a Hamburgo, y tuvo que ir a substituirla. Mabel iría sola en aquel vuelo interinsular en el que, al fin y al cabo, viajaban sólo quince personas. El avión tardó en hundirse más de cinco minutos. Una pasajera insistía en recuperar su bolso. Mabel volvió, solícita y heroicamente, para que la pobre señora no sucumbiera. Corrió al asiento, y cuando fue a salir, un energúmeno había por fin vencido su terror y se había incorporado y corrido hacia la puerta de emergencia. Pero al ver el mar, se había encajado en la puerta, y no se atrevía a salir. Pero tampoco a entrar de nuevo en el avión. Y Mabel le rogaba que saliera, que se salvara. O que se apartara, y la dejara pasar a ella. Y él aterrado, ni la oía ni se apartaba. Mabel le empujaba, pero era como si una hormiga empujase una roca. No tenía ningún elemento contundente para golpearle y forzarle a soltar el vano de la puerta, o hacer que se hiciera a un lado. Las azafatas no tenían más arma que su sonrisa. Una pistola hubiera obligado al hombre, ya cadáver, a caer y dejarle el paso franco. Pero Mabel no tenía de eso. Ni palo, ni ninguna otra forma de hacerse comprender ni de apartar al energúmeno. Y los de la balsa hinchable tampoco tuvieron otra opción que alejarse rápidamente, porque el avión ya se inclinaba, rumbo a las profundidades, y podría arrastrarles con él. Cayó hasta la fosa que hay entre La Palma y Tenerife, llevándose a dos personas, pues todas las demás ya estaban en la balsa. Cuando el energúmeno soltó el vano de la puerta, falto de respiración y casi ya de vida, Mabel yacía sobre la pared trasera del aparato, donde preparaban el refrigerio de los pasajeros, agonizando, desesperada, preguntándose quizá si había merecido la pena buscarse la vida cerca del cielo, sin más armas que su sonrisa y el deseo de complacer. “Va por ti, mi querida Mabel”, dijo Marina en su brindis, con una lágrima cayéndole por la comisura del ojo.

 El aire de Tel-Aviv era cálido, suave, pero triste. Mabel, Mabel, reina del aire, brindo por ti, que estás en los cielos.

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