No nos dejes caer en la tentación,

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No nos dejes caer en la tentación,

—¿Puedo dejar la maleta aquí, por lo menos?

El hombre y una familia formada por un matrimonio y su hijo pequeño acababan de ser expulsados del autobús por el chófer. Venían del aeropuerto, pero el tren que les debía llevar a Madrid no podía completar el recorrido por una avería en la vía, y por ello el trayecto final, hasta la estación de Chamartín, tenían que hacerlo en autobús. Al llegar a la parada indicada por la información de RENFE, habían visto el autobús aparcado veinte metros antes de la parada, abierto. Por eso se habían instalado dentro. En la parada había diez personas en cola. El conductor había vuelto de tomarse y café, y al verlos dentro del autobús montó en cólera, al llegar, y los echó sin muchos miramientos. La familia se había bajado, visiblemente molesta. Pero el otro hombre había intentado negociar dejar por lo menos su pesada maleta dentro, aunque él mismo se bajase.

El conductor, aunque joven y pagado de sí mismo, se había negado con mucha impaciencia. El hombre había cogido su pesada maleta y se había ido del autobús, renegando. Luego había apuntado la matrícula para una posterior queja. Al volver a subir, ya en la parada, había hablado con el padre de la familia, y estaban de acuerdo en poner una queja a RENFE.

En cuanto se sentó, enfrente de él un jovenzuelo empezó a hablar:

—Oiga, yo, aunque no me importe, me hubiera quejado si no les hubiera bajado. Porque no me sale de la polla que la gente como ustedes se queje. Porque yo estoy esperando como los demás en mi parada y no es para que lleguen unos listos y se cuelen.

El jovenzuelo siguió desbarrando, mientras el hombre, que ya estaba encolerizado, no se acabase de creer lo que oía. Un mozalbete del tres al cuarto, bien alimentado y por lo visto animal de gimnasio estaba haciendo gala de sus pocas luces y educación, casi insultando a gente decente que venía de un largo viaje, sólo porque a él no se le colase nadie. El hombre, aprovechando una pausa del buscabullas para coger aire, metió una frase:

—Tienes razón—. El chico no se esperaba esa salida, por lo que hizo una pausa, aguardando lo que el hombre le tenía que decir. Por eso él prosiguió: —No es asunto tuyo.

Eso no se ajustaba a la reacción que el mozalbete esperaba, y sólo se le ocurrió incitar ya más claramente a la reyerta:

—¡Que me dejes!

El hombre consideró la posibilidad de darle una  patada en la boca, pues lo tenía a tiro. Luego podría pisarle la garganta e insistir en la posición hasta que los demás pasajeros, o el propio conductor, habiendo parado el autobús, les separase. Pero se dijo que no quería mancharse las manos, ni el pie, con mierda. Por eso buscó otros elementos a su alcance allí, dentro del autobús en el que se había hecho un silencio de muerte, puesto que los corderos siempre se abstienen de intervenir cuando ven a dos perros peleándose, y el hombre sólo se encontró con gente que miraba para otro lado. Pero de pronto se encontró con la mirada de una chica de unos treinta años, bastante asustada, aunque el hombre no intuía porqué, puesto que el tema no iba con ella.

Súbitamente el hombre, sin dejar de mirarla, se levantó de su asiento, y le dijo con calma:

—¡Siéntese usted, señora!

Ella le miró como si estuviera viendo a un marciano, y seguramente sin querer meterse donde no le llamaban, dijo:

—¡No, por favor, no!

—¡Insisto, señora, no está bien que gente joven viaje sentada mientras que una señora como usted viaje de pie!

El jovenzuelo, totalmente desubicado y viendo que su lenguaje violento no encontraba eco, se puso muy nervioso, y de su limitado repertorio de conversaciones ensayadas, sólo pudo decir con muchos nervios:

—¡Ja, ja, ja!

Mientras el muchacho reía sin saberse muy de qué, si por estar corrido, por vergüenza, por éxito de en su empeño de humillar a un extraño, o desagrado por haber quedado como matoncillo impertinente, la muchacha al final cedió ante la persistencia del hombre, o quizá ante la idea de que cualquier otra persona aprovechase la oportunidad de sentarse durante los veinte minutos que aún quedaban de trayecto hasta Chamartín. Quizá cediese coaccionada por la situación, porque no se quisiese significar en la incitación a la reyerta ni en su resolución por medios pacíficos.

Los demás viajeros pronto se olvidaron de los dos protagonistas del incidente. Cuando el hombre bajaba del autobús, el conductor, que no había perdido nada del incidente, que había seguido por el retrovisor, le dijo al hombre:

—Lo siento mucho caballero.

Sin embargo, el hombre, con bastante más carácter que el conductor y que el mozalbete, le dijo algo que le sorprendió:

—No lo sientes, jovencito, pero lo vas a sentir. Y mucho.

Acto seguido se sumergió el hombre en la vorágine de Chamartín, y se encaminó directamente a la oficina de Atención al Cliente, donde puso una queja. Todavía, creo, no le han contestado.

Pero aquel hombre fue grande aquel día en que no cayó en la tentación y pudo seguir con su vida en paz y sin añadir ni un ápice a la violencia que imperaba en esta sociedad. Porque funcionarios como aquel que no tramitó la queja contribuyen, con su desidia, a la violencia estructural que nos atenaza todos los días y para la que todos los viajeros de aquel autobús, excepto uno, les faltan recursos para combatir.

La saga del Padre Nuestro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora