Dánosle hoy
Umú era de Malí. Había llegado en una patera a la Playa de Nares, Puerto de Mazarrón, Murcia, y cuando puso el pie en su tierra de promisión, el norte, empezó a andar día y noche, campo a través, hasta que no pudo más y se derrumbó sobre un campo no vallado. Durante el tiempo que estuvo caminando, comía la fruta que se encontraba por el camino, insectos, saltamontes, hierba, cosas que encontraba en contenedores de basura de las casas aisladas que había en el campo, fuera de los pueblos; pero a pesar de ello cada día que pasaba perdía peso. Hasta que se derrumbó cuan larga era en mitad de un sembrado. Eran las diez de la mañana.
A las dos de la tarde, notó algo húmedo en su cara. Abrió los ojos y vio un enorme perro que le estaba saludando con la lengua, a la manera en que los perros saludan. Antes de poder reaccionar, con miedo, oyó una voz:
—¡Brusco!, ¡ven aquí!
El dueño del perro y de la voz, un hombre de cincuenta años, casi calvo y con la mitad de los pelos que cubrían su occipucio totalmente blancos, se acerco a la joven de Malí desnutrida y temerosa. Se percató al instante que no se podía mover, ni tenerse en pie, y, tocado en lo más profundo de su corazón ante la desventura evidente de la muchacha, la cogió en brazos y se la llevó a su casa. Asombrado, vio que no pesaría más de unos treinta kilos, a pesar de que mediría unos sesenta centímetros por encima del metro.
La mujer de Eufemio, el buen samaritano, creyó que se trataba de una desgracia:
—¡Marido! ¿Qué has hecho? ¿La has atropellado con el tractor?
—La he encontrado medio muerta en el sembrado, Elvira. Anda, prepara la bañera y dale un baño mientras le preparo algo de comer.
A los quince días de estar con los campesinos recuperó varios de los kilos que había perdido, y aprendió a chapurrear el idioma español. Lo suficiente para que ellos supiesen que era inmigrante ilegal y que estaba sin papeles, pero con verdadero pánico a que la devolvieran a su país. No podía aún explicarles, pues su dominio del idioma no daba para tanto, que había huido de su país, de sus padres, de su novio, de su vida toda, porque la querían mutilar, le querían ablacionar, y por huir de un infierno había sufrido otro, quizá peor. Había atravesado un desierto, había comprado una plaza en una patera con su cuerpo en Mauritania, había realizado una travesía en un barco y luego en una patera desde alta mar hasta una pequeña playa de Murcia, y no había dejado de andar hasta llegar allí, cerca de un pueblecito de Cáceres llamado Torrequemada.
Eufemio debería haber informado a la Guardia Civil de que había dado cobijo a una inmigrante ilegal de África sin saberlo, y así quitarse un problema de encima. Pero Eufemio1 hizo honor a su nombre y realizó una obra de caridad: le dio un trabajo a la joven Umú. No era la primera a quien le proporcionaba un medio de vida. Cerca de su casa había edificado un barracón de madera, y allí dormían diez inmigrantes de diversa procedencia: seis hombres y cuatro mujeres. Umú sería la 11ª. Durante todo el día, de sol a sol, recogían fresas, regaban el campo, ahuyentaban los pájaros, y corrían a ocultarse si veían movimiento en la carretera de Torrequemada, u oían el silbato de los que cada uno llevaba pendiente de un hilo alrededor de su cuello, a modo de collar.
Elvira no estaba de acuerdo con esta forma que tenía su marido de explotar a los inmigrantes.
—¡Tenemos que pedir que se les legalice, no aprovecharnos de su mano de obra barata!—, protestaba a su marido siempre que tenía ocasión.
—Sí—, convenía él. —Pero mientras, ¿qué hacemos? ¿Los denunciamos para que los devuelvan a países y sufran lo que quiera que les obligó a irse?
—No es nuestro problema—, decía Elvira de modo poco convincente.
—Ahora sí, esposa. Si se supiera, yo iría a la cárcel, y ellos serían deportados y tú tendrías que hacer el trabajo de ellos, o ver nuestra hacienda perderse por falta de trabajo. No tenemos dinero ni fuerzas para trabajarla nosotros, y nos arruinaríamos. Todos saldríamos perdiendo. Y ellos tienen un techo y comida mientras se organizan y deciden qué hacer...
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La saga del Padre Nuestro.
Non-Fiction"El Padre Nuestro" es la oración más famosa de la historia. En otros países se le llama también "The Lord's Prayer", la Oración de El Señor, porque en una ocasión dirigiéndose sus discípulos a Jesucristo, le pidieron: "Maestro, enséñanos a rezar"...