Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

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Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Jerez de la Frontera, provincia de Cádiz, 1940.

El guardia civil, de uniforme de verde impoluto, con tricornio negro reluciente y brillando bajo el sol del verano, por fin había localizado al prófugo de la justicia. Desde que el Duque de Ahumada fundase el Cuerpo de la Benemérita Guardia Civil en 1844, sus miembros siempre iban en pareja, o sea, dos guardias siempre juntos, para apoyarse el uno al otro, y desde aquellos tiempos sus miembros habían utilizado esta divisa oficiosa: Paso corto, vista larga y mucha mala leche. En aquella España de casi mediados del siglo pasado, la pareja no eran un hombre y una mujer que vivían juntos en ayuntamiento, con papeles o no, sino que eran dos guardias, por supuesto varones. Eran otros tiempos, otras costumbres, otra sociedad, no necesariamente peor que la de setenta años después, ya que ha sido superada en algunos aspectos, pero desbordada y desbarrada en otros... Pero, bueno, dejaremos para otra historia ese análisis. Nos preocupa más contar una historia sobre el perdón. Nuestro perdón.

Porque aquel guardia civil iba solo, o sea, en pareja de uno, porque habían matado a su compañero un mes antes. En una de aquellas carreteras estrechas, de doble dirección y sin asfaltar que había entonces, detuvieron un coche que ellos estimaron sospechoso. Su compañero Carlos le dio el alto con un gesto claro, y el coche se detuvo. Mientras nuestro protagonista, Salvador, se acercaba detrás de su compañero, oyó cómo sonaba un disparo y su compañero caía al suelo, con la cara reventada. Por instinto, se tiró al suelo a la vez que sacaba su arma reglamentaria y una bala pasaba silbando por donde apenas una décima de segundo antes había estado su cabeza, y con tres tiros certeros mató a los dos hombres que iban en el interior, casi sin apuntar, traspasando las balas la chapa de la puerta del coche, a la altura del torso del conductor, que había muerto de un disparo en el corazón y su acompañante. que lo recibió en la cabeza. Salvador se levantó y se acercó al coche y a pesar de la evidencia de que los dos hombres estaban muertos, les retiró las pistolas y una metralleta que llevaban dentro. Revisó el resto del coche, y en el maletero encontró muchas octavillas sobre el Partido Comunista de España y explosivos. Sin duda se trataba de un grupo terrorista.

Cuando se aseguró de que no había peligro de sorpresas, fue a socorrer a su compañero herido, pero poco podía hacer: la bala le había entrado por un ojo y le había salido por el occipucio, reventándole el cráneo y dejando parte de masa encefálica sobre el polvo de la carretera. Curiosamente, el tricornio no se le había caído, pues su amigo Carlos siempre llevaba la cinta puesta bajo el mentón. Aún musitaba una oración por el eterno descanso de su compañero caído en el cumplimiento del deber, y llorando se despedía de su compañero de tantos servicios cuando oyó el ruido de dos caballos que venían al galope: sus compañeros del otro puesto habían oído los disparos, y venían dispuestos a enterarse de qué ocurría y ayudarles. Cuando llegaron metieron el cuerpo del caído en el coche de sus asesinos, en el asiento de atrás, y uno de ellos llevó el coche hasta la Comandancia de la Guardia Civil, mientras que los demás se llevaron su caballo hasta el puesto más cercano.

Eso había ocurrido el mes anterior. Mientras le asignaban un nuevo compañero, Salvador realizaba trabajo de campo, que en realidad eran trabajos de investigación en su pueblo, Trebujena, al norte de la provincia. Durante unos días fue una de las autoridades del pueblo, junto con el alcalde, el cura, el médico y el maestro.

Pero ahora le habían destinado a Jerez de la Frontera, el pueblo mayor de la provincia, y hasta que le asignaran un nuevo compañero ayudaba con las labores de investigación de campo, que en realidad se desarrollaba en la ciudad. Un caso que le habían asignado consistía en averiguar el paradero de un tal Antonio "el sastre" en conexión con el asesinato de su compañero Carlos. Por eso Salvador se acababa de tomar una cerveza con unos chopitos en el bar de la esquina, y ahora se encontraba en calle de Santo Cristo, en el casco histórico de Jerez, ante la puerta de donde se suponía que vivía el citado sastre.

Tras los tres aldabonazos de rigor, abrió la puerta un señor muy amable, delgadito, bajito, rubio, y muy afable.

—¡Buenos días, señor guardia! ¿Quiere usted pasar?

Una vez que estuvieron en el despacho del sastre, este le preguntó:

—¿Qué le trae a usted por aquí? ¿Quizá necesita otro uniforme, un traje de civil?

—Antonio, tengo que llevarte a la comandancia de la Guardia Civil para interrogarte, pues te han acusado de pertenecer a una cédula comunista y de tener delitos de sangre.

El pobre hombre miró al guardia civil como si no entendiera lo que le estaba diciendo. Era una mala época. La guerra había terminado hacía apenas un año, y los vencedores estaban intentando descubrir a todos los enemigos del régimen y depurar responsabilidades en los graves sucesos que habían ocurrido hasta hacía apenas unos meses en Cádiz y en el resto de España. En esas investigaciones siempre había cabos sueltos, y de vez en cuando penaban a algún inocente. Eso era algo que se sabía. Antonio comprendió que la chinita esta vez le había tocado a él...

Mirando hacia el suelo, y con la cara muy triste, se detuvo su pensamiento un rato, y luego, volviendo la mirada al guardia, le dijo unas palabras cargadas de tristeza y desvalimiento:

—Señor guardia, deje usted al menos que me despida de mi mujer, y le dé los detalles de José Luis Rodríguez, que me debe cinco mil pesetas. Con eso podrán tirar ella y mis dos hijos al menos unos meses..., hasta que yo vuelva, si es que vuelvo.

El guardia civil le miró con aprensión y una tormenta de ideas desatada en su cerebro. ¿Qué pasaba, se le iba a escapar por una puerta trasera, por una claraboya, por una ventana interior a un piso vecino? Con voz grave y lenta le dijo:

—Antonio, ese tal José Luis es el que te ha denunciado. Seguramente no te quiere pagar la deuda y por eso te denuncia, para que nos entretengamos contigo y se ahorre el dinero. No puedo dejarte marchar. No puedo volver al cuartelillo con las manos vacías...—, pensó un poco, y al final, tras algunos minutos de cavilaciones, dijo: —Pero mira, vamos a hacer una cosa: yo me voy a ir sin hacer ruido. Me daré una vuelta por el barrio, y volveré dentro de una hora. Yo no he estado aquí. Yo no te conozco. Si te veo ahí fuera cuando te vayas, no te podré reconocer. Desaparece, Antonio. Yo no te habré encontrado. No te vamos a encontrar hasta que haya interrogado yo personalmente al tal José Rodríguez, y le haga confesar que te debe el dinero y devolvérselo a tu esposa. Nunca he hecho nada parecido, Antonio, así que te agradecería que nunca le cuentes esto  nadie, ni siquiera a tu esposa. Ya te dirá ella cuándo puedes volver. Me aseguraré que ella lo sepa.

El guardia se levantó y salió de la casa en silencio, cerrando con cuidado para que nadie le oyese. En la calle no había ni un alma.

Cuarenta años más tarde, Antonio visitó la tumba de Salvador, en Trebujena, y le contó largo y tendido lo que había hecho desde entonces: había conseguido embarcar en un petrolero, de grumete, sin papeles, hacia Venezuela, a donde se llevó luego a su familia, tres años después. De no haber sido por el buen corazón del guardia, habría desaparecido, o estado encarcelado meses o años, arruinándosele la vida, o, en el mejor de los casos, aún en Cádiz malviviendo con su familia, con su trabajo de sastre de gente que no siempre pagaba, y cuando lo hacía era tarde y mal, en lugar de ser el modisto de fama que había llegado a ser en el Nuevo Mundo.

La saga del Padre Nuestro.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora