Amén: 3 Viaje a China.

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III Viaje a China

Pero la vida sigue igual, como decía el cantante1. Unos nacen, otros morirán. Siempre hay por quién amar, por quién sufrir... Cómo se nota que no se habían muerto nunca, ni el autor de la letra ni el cantante. Yo ya no sufro ni amo. Pero me fascina todo lo que veo. Lo que veo sin ese filtro de los afectos y desafectos que siempre me acompañó a lo largo de la vida.

La verdad es que siempre le sacaba punta a todo. Cuando no entendía algo, desde pequeño preguntaba una y otra vez hasta que lograba hacerme una idea de lo que me habían querido decir. Ese rasgo se había convertido casi en el único de mi personalidad nueva: yo era ya el Fantasma de la Curiosidad, el que lo quería saber todo, el que me lo preguntaba todo, aunque no me habían dejado a nadie a quien preguntárselo. Sin embargo, pronto aprendí a ser el Fantasma de la Observación, porque lo que no me podían dar los oídos, escuchando las respuestas a lo que había preguntado, me lo podía dar la observación. Me concentré en mi hija Selene, la única que tuve, pero repito su nombre porque me encanta: me gustó desde que se lo pusimos. Mi suegra también se llama Selene. Y mi cuñada. Era un nombre trillizo, repetido tres veces en la familia. Por eso mi suegra acabó siendo Suegra, la selene mediana era Cuñada, y la selene pequeña era Hija. O sea, que transmuté los comunes a propios y viceversa. Porque me parecía poco serio es de Selenota, Selene y Selenita. Pues como decía, mi hija Selene tenía grandes ojeras al día siguiente. No sé si de llorar o de no dormir, aunque posiblemente fuese por las dos cosas. Tuve que morirme para enterarme de cosas que no me habían dicho para que no me enfadase. Que mi hijo pudo haberse quedado con nosotros cuando sacó las oposiciones, pero que pidió un destino fuera de Murcia para no estar con nosotros ni con su novia de entonces. Yo había ido a verle con frecuencia, así que se libró poco de mí. No me acostumbraba a estarme quieto a poco de jubilarme. Yo entendía que el mundo era digno de conocerse por completo, y que era tan mío como de los que vivían en los sitios respectivos. Por eso visitaba con frecuencia a mis hijos, que vivían en lugares diferentes de Murcia.

Puesto que las casas de mis familiares no eran un sitio muy recomendable esos días, porque el luto se había instalado en ellos (jo, más les hubiera valido que no me quisieran tanto), me fui a dar un garbeo por otros lugares. Pronto adquirí conciencia de las ventajas de ser un espectro: ni había que comer, ni que dormir, ni había que gastarse el dinero en transporte. Pensaba en ir a un sitio, y me encontraba allí de pronto. No era exactamente teleportación, porque no había nada que transportar: toda mi materia yacía, pudriéndose, en una caja de pino en el cementerio de Murcia. Pero mi yo, mi esencia, aquella cosa sin la cual yo no sería yo, estaba vagando por ahí, por el ancho mundo. Era yo un espíritu libre, por fin, habiéndome liberado de mis ataduras materiales. Me había pasado las tres cuartas partes de mi vida creyendo que cuando uno se muere se acaba todo, y de repente me encuentro con este regalo, este don, ese saber que sigo estando vivo, consciente, y que sigo aprendiendo cosas. Y me vi de repente en aquel lugar que visité en una ocasión, cuando era joven, en el año 2004: la Muralla China, que los chinos llamaban La Gran Muralla. Allí acudí a altas horas de la madrugada, cuando ya no la visitaba nadie. Estaba obscura, y sin embargo yo la veía. Veía todo. Veía el lado externo, y el lado interno, donde ya era China en la época de los emperadores. Y allí realicé mi primera travesura desde que vagaba por el mundo como un muerto: vi un guardia dormido, y me introduje en sus sueños. Eran placenteros. Soñaba el hombre con una mujer, posiblemente la suya, o su novia. Y le desperté. Le pregunté que si no tenía que estar de guardia, que si no tenía que estar vigilando. Y se despertó. Pero lo raro es que a pesar de despertarse, no me salí de él. Al principio, yo me estuve quieto, y me dediqué a sentir todo lo que él sentía: de nuevo sentía dolor. El dolor de ser, de cargar con un cuerpo. No era como había sido el mío. Este era más pequeño. El chinito no era tan listo como yo había sido, ni tan práctico. Tenía una carga de lugares comunes tremenda. Le seguí la corriente, porque era lo más educado: si uno llega nuevo a un sitio, no va a empezar a decirles a los demás lo que tienen que hacer. Este chinito tenía miedo de su jefe. Pensaba que si su jefe lo pillaba durmiendo, lo echaría de vigilante, y seguramente le darían otro empleo, quizá lejos de su mujer, que trabajaba de limpiadora, pero en un edificio del gobierno, un buen puesto, y no querría cambiarlo porque a él lo destinaran a otro sitio. Aguanté como un león a que terminase su guardia, y cuando le relevaron, me fui dentro de él a su casa. Allí desayunó un poco, y se tumbó en su cama. A las doce apareció su mujer, Yun Li, y se dieron un revolconcillo. Dios, ya no me acordaba de lo que era echar un polvo. La verdad es que la chinita estaba muy rica. Veintitantos años tenía, y el chinito alguno más. No me molesté en aprenderme su nombre, porque era yo a todos los efectos. No quise interferir para nada en nada, y al caer la noche me di cuenta de algo que me sorprendió bastante: había entendido todos los diálogos entre mi chinito y su esposa, pero también entre él y su jefe, y con los compañeros del trabajo. Habían estado viendo la tele un rato, y me había enterado de todo. O sea, que yo ¡ya hablaba chino! O al menos lo entendía. Y, lo que es más grave, comprendía la cultura china como si fuera la mía. Eso me impresionó. Si yo hubiera tenido sentimientos, me hubiera asustado mucho. Pero yo ya pasaba de eso.

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