Venga a nosotros tu reino.

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Venga a nosotros tu reino

 Érase una vez un rey que se tuvo que ir casi sin hacer las maletas. Su familia era una de las dos que habían estado mandando en el país durante más de mil años. Pero la situación había cambiado en el continente. Aunque ahora ya los reyes no mandaban, él quería mandar. Se creía eso de que reinar era mandar. Y se puso a dar órdenes, como había hecho su abuelo Fernando. Pero él había mandado en otro siglo. Ahora estábamos en un siglo más moderno, en el que los reyes reinan, pero no gobiernan. Y el pueblo no quería al rey. Y protestaba. Hasta que surgió un señor muy autoritario, que le llamaban dictador, y puso una dictadura.

 Una dictadura es un sistema en el que un señor dicta lo que hay que hacer. Fuera parlamentos, y elecciones, y representantes del pueblo. El dictador representa al pueblo. Y al rey, porque se hace lo que dicta el dictador, no lo que hace el rey. Pero el dictador quería que no le hicieran huelgas, así que compró a los jefes de la calle, los dirigentes de los partidos políticos y de los sindicatos, con un puesto de ministro. Y esos jefes de partido y de sindicato controlaron a las masas descontentas. Canalizaron el descontento.

 Pero el pueblo no tragaba. El pueblo no estaba apuntado en un sindicato ni en un partido político. Muchos del pueblo decían que los partidos y los sindicatos estuvieran a su servicio, del pueblo, o que se disolvieran. Por eso el follón siguió estando en las calles, aunque ya no lo dirigían los sindicatos o partidos. Y el dictador se tuvo que ir. Se fue a donde se encargan los niños: a París. Y no volvió.

 Pero el Rey no se fue. El Rey se quedó en su palacio. Hasta que hubo unas elecciones municipales y ganaron en muchos sitios los partidos republicanos. Y le dijeron al Rey que si no se iba, lo iba a pasar mal. Y el rey, que ya no era Rey, sino apenas un antiguo principito, se fue. Porque le dio miedo. Pero sobre todo porque el pueblo no le quería.

 Y vino La República. La segunda. Al principio todo iba bien. Pero luego surgieron diferencias entre los republicanos, que no repúblicos. Se pelearon entre ellos, porque todos querían mandar. Y cada uno quería hacer una cosa distinta. Pero no se podía hacer todo a la vez. No había dinero. Ni tiempo. Ni ganas. Y pasó lo que le pasaría a un hombre cuya parte derecha tirara para un lado, el suyo, y la izquierda para el otro, el suyo: que se daría con los cojones de canto en el suelo. Y eso duele. Y eso le dolió al país. Un dolor de cojones. Y el país empezó a sangrar, y a dolerse de existir. La república no era de todos ya, sino de unos más que de otros. Los que se creían dueños de lo de todos empezaron a construir otra cosa que no era la república. A sangre y fuego. Lo malo es que la sangre hace morir a la gente. Y el fuego hace desaparecer en poco tiempo lo que se tardó siglos en construir. Y años en traerse. Como la república. No vino sola. No la trajeron los que pegaron tiros. La trajeron los intelectuales, que habían convencido al pueblo de que era mejor que la monarquía. Porque no es bueno que Dios diga que un inútil tiene que mandar, si no sabe. Es mejor que el pueblo diga quién quiere que mande. Lo malo es que el pueblo entonces no sabía decir eso. Porque el pueblo no sabía ni leer ni escribir, en su mayoría. Y pasaba hambre. El pueblo no comía todos los días. Y los republicanos, que no repúblicos, no se ocuparon de que el pueblo comiera todos los días. Se ocuparon de que parte del pueblo se quisiera independizar de la otra parte. Y les dieron un estatuto de autonomía, para que se fueran acostumbrando. Y los del norte se acostumbraron enseguida, y proclamaron la independencia del país. Pero el Presidente de la todavía República tenía un poco de sensatez, y abolió la autonomía de los del norte. Porque sacó una Ley de defensa de la república. No creo que fuera legítima, pero si que fue eficaz.

 Pero se dolía el país de los desmanes de los que quemaban iglesias. No respetaban las opiniones de los demás. De los que decían que había un dios que quería que fuéramos todos buenos. Eso era sólo una opinión. Pero era de ellos, de parte del pueblo. De la mayor parte del pueblo. Y de casi todas las mujeres, menos de las revolucionarias. Pero esas eran cuatro. La mayoría de las otras mujeres, las que no eran revolucionarias, eran beatas. Eso suena feo, pero es una opinión. Y las opiniones hay que respetarlas todas. Pero no: los revolucionarios mataban a los que no tenían la misma opinión que ellos.

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