El pan nuestro de cada día
Antonio se dio cuenta de pronto de que el pajarito ya no piaba. Miró la jaula que había dejado sobre una piedra, mientras manejaba el martillo eléctrico contra la roca para profundizar la mina hacia adelante. Había aprendido a distinguir el chirpeo del pájaro sobre el ruido del martillo, y cuamdo no lo oía, se mosqueaba mucho. Detuvo el aparato y se volvió. El pobrecito anmal yacía en el fondo de la jaula, patas arriba.
—¡Todos afuera! ¡Corriendo!—, dijo mientras él mismo seguía su propio consejo.
Vinieron otros compañeros con un aparato extractor, y aspiraron el gas. Era gas grisú. Habían tenido suerte, pues no había explotado. Habrían salido todos por el aire. Pero el peligro de asfixia había sido mucho más real. Vinieron otros compañeros y analizaron el aire. Cuando ya fue posible retornar a la cámara, volvió a entrar con un pajarito nuevo. Era un ruiseñor. Lo dejaron sobre una piedra, de nuevo, para deleitarse con el canto de vida y esperanza del pequeño animal. El anterior les había durado una semana. Esperaba que este les durara alguno más.
Cinco horas más tarde salió de la mina, se aseó y se cambó de ropa. Su mujer le esperaba en casa. Los niños, los problemas de todos los días. Pero ya no estaba en peligro de muerte. La mina daba estabilidad económica a la familia, pero también zozobra: uno nunca sabía si era el último díaa de su vida: desplomes, explosiones, accidentes al caer en lugares inhóspitos, envenenamiento. Y luego había quien decía que los mineros ganaban demasiado dinero.
La Comunidad Europea quería cerrar minas como la suya. Están obsoletas, decían. Antonio no se creía esa patrañas. Los del Norte querían imponer sus productos industriales, sus propias materias primas. Trataban con desconfianza y con desprecio al sur. Pero las querían cerrar sepultándolas bajo montañas de dinero. Doscientos millones de euros. Ya no quedaban muchas minas. Finalmente la compañía decidió cerrar su mina.
Pero hubo un problema: ¿dónde estaban los doscientos millones? Le dieron su finiquito, pero no le dieron otro trabajo. Ya no había trabajo tan especializado como el suyo disponible. Podía trabajar en otra cosa, sí. Eso le dijo el hombre del INEM. Pero él no quería. Él quería trabajar en lo suyo. Para poder llevar a su casa el pan nuestro de cada día.
Se reunieron muchos mineros, y acordaron ir andando hasta la capital del país. Cuando llegaron, el Presidente del Gobierno no les quiso recibir. Estaba ocupado, decía. Los mineros dieron el follón. Concienciaron a los demás ciudadanos. Hubo protestas, manifestaciones de solidaridad.
Pero llegaron también los policías. Les dieron de palos. No distinguieron entre hombres y mujeres, mayores y menores. La ración de palos fue generosa e indiscriminada. Al día siguiente vimos por la televisión las magulladuras de todos, jóvenes, viejos, niños, mujeres. Porque a Europa había que mantenerla. A costa del hambre de todos. De los mineros. De los demás, cuando vengan a a por nosotros.
Pero al igual que los mineros, todos debemos luchar por el pan nuestro de cada día. Comer o morir. Que le den morcilla a Europa. Europa no se come. Quizá sea mejor decir en voz alta que en Europa ya no se tiene el pan nuestro de cada día...
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La saga del Padre Nuestro.
Não Ficção"El Padre Nuestro" es la oración más famosa de la historia. En otros países se le llama también "The Lord's Prayer", la Oración de El Señor, porque en una ocasión dirigiéndose sus discípulos a Jesucristo, le pidieron: "Maestro, enséñanos a rezar"...