Prólogo

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No es Dios el que mata a los niños, no es el destino el que los descuartiza, ni son las hadas las que se los echan de comer a los perros. Somos nosotros. Sólo nosotros.

WACHMEN


Bobby escudriñó una vez más el lugar con la mirada.

-¿Estás seguro de que es el lugar? -inquirió con una rápida mirada hacia Tommy.

-Seguro -responde el aludido. Los dos niños están echados pecho a tierra sin importarles demasiado la humedad del pasto tras suave nevada de la tarde.

Era de noche, sabían que nadie podía verlos desde donde estaban, pero no se atreven a levantarse; el invierno llegaría en un par de días y la nieve que caía por las tardes eran copos de nieve que se derretían incluso antes de tocar el suelo, pero sabían que pronto caería la primera tormenta helada y los niños sólo se habían alejado del campamento para ir a echar un vistazo.

Fue Tommy quien lo encontró la noche del día anterior, mientras vagaba persiguiendo cualquier cosa de las que él siempre está persiguiendo, y cuando lo vio, regresó al campamento gritando a Argus, que estaba preparando la cena para Bobby, porque Argus es el responsable de los niños, quizá por ser el más inteligente, tal vez por ser el más maduro, quizá porque es el mayor, o tal vez únicamente porque es el que está bien; no importa, Tommy volvió y les contó que había encontrado un campamento con murallas, eso siempre era bueno para todos, aunque ya les había tocado que fuera más bien algo malo al final de todo, pero un campamento siempre era un sitio para probar suerte y rogar a Dios...

El Hermano Isaac les dio permiso de volver allí por la mañana para echar un vistazo, y Argus les ordenó que no hicieran nada, sólo ver y volver.

El sitio parecía agradable, protegido, la gente parecía agradable, protectora; mirando con los binoculares durante las primeras horas, mientras en el sitio apenas despertaban, decidieron que era un buen sitio, los guardias del muro se sonrieron entre ellos al cambiar de turno, el hombretón de la entrada bromeó con los guardias, había mujeres y niños, un molino, un parque, e incluso una iglesia.

Eso era lo que iban a decir al regresar, cuando el sol rondaba las ocho de la mañana apenas, pero entonces todo se detuvo, su mundo se sacudió en un segundo. Bobby tenía los binoculares puestos cuando los vio.

El hombre mayor de cabellos "todavía negros", no estaba seguro de que fuera realmente el hombre del que les habló Chester, pero probablemente sí, se dijeron los dos niños intercambiando binoculares para cerciorarse. No sabían si era "él", el hombre que en la entrada subió a la camioneta acompañado de alguien más para salir de la ciudadela unos minutos después despidiéndose con la mano saliendo por la ventana, pero sí estuvieron seguros de que el hombre que se quedó atrás, el de los cabellos chinos y suéter tejido, rojo, estaba cargando al engendro de Elisa, Lisa, ¿Ilsa?, ¿Musa?, ¿cómo diablos se llamaba?, no lo recordaban, tampoco importaba ahora.

Ches lo había perseguido por más de nueve kilómetros, al hombre mayor con los cabellos todavía negros que se llevó al pequeño engendro de la chica, ¿Elaisa?, ¿Elsa? Chester estuvo seguro de que se dirigía hacia aquella dirección, "Tal vez tenga un campamento", mencionó, y la comunidad se puso en marcha, pero iban lento, muy lento, no se podía evitar.

Ches no se lo perdonaba al hombre de cabellos oscuros. A Chester nunca se le escapaba nadie, nunca se le perdía nadie, y ese hombre se le escapó: lo persiguió, sí, por nueve kilómetros, pero al final lo perdió y eso lo trajo de muy mal humor por días enteros.

Cuando Ches se enterara que habían encontrado al pequeño monstruo, se pondría feliz y probablemente hasta los felicitaría, igual que Argus. Esa gente de allá abajo no parecía mala, el Hermano Ulises tenía razón, quien lo salvó lo hizo porque no sabía, no comprendía, lo hizo con la intención de salvar lo que vio, un bebé pequeño e indefenso, si tan siquiera pudiera saber que lo que había salvado era la mismísima semilla del mal, la ira de Dios, el peor error de..., pero no lo sabía, y nadie podía culparlo. Con todo, Dios volvía a darles la oportunidad de hacerlo bien, de ir por ese ser y deshacerse de él, de liberar al mundo del mal, Dios quería eso o de lo contrario no los habría guiado hasta allí. Esa idea fue la que acabó de convencer a Tommy.

Ya era muy entrada la noche, la camioneta del hombre mayor con el cabello negro todavía, no volvía y quizá no lo haría, y ellos no podían quedarse más tiempo a esperar, necesitaban regresar y contárselo a los demás. Dios había escuchado las oraciones del Hermano Isaac, una vez más. Les tocaba ser los ángeles, los mensajeros de las buenas nuevas, y, además, pronto volvería a empezar a nevar.

Tommy se colgó los binoculares en el cuello y dio con el codo al brazo de su amigo. Bobby lo miró, asintió, sonrió, se levantó y ayudó a levantarse a Tom sobre su único pie, llevando su mochila también y alcanzándole la muleta. Ahora podían regresar. Ahora debían regresar y contarles a todos. ¡Oh, Chester se iba a emocionar tanto...!

Dioses del Edén IIIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora