Capítulo 39 -FINAL-

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Capítulo dedicado a BerthaCJ ¡Gracias por atinarle a todas las referencias al mejor estilo del Capi América! ♥

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Andrea

No sé calcular la distancia entre mi casa y el lago, no sé qué canción dedicarle yo en respuesta, pero de algo sí estoy segura: mis ojos deben lucir hinchadísimos. Me da miedo constatarlo yo misma en el retrovisor. ¿Dónde dejé esos malditos Ray-Ban?

No me cansó de repetir «Tonto, egoísta, necio» Años atrás me costó acercarme a él por no considerar ser lo que merece, y por el mismo motivo me alejé, y ahora él hace lo mismo. Es un constante intercambio de guante.

Y no dejo de llorar. Siete meses conteniendo mis ganas de gritarle que no sé cómo dejar de amarlo... Olvídenlo, no. Siete años. O quizá ya sean ocho.

También me marcó por dentro. También me enseñó lo que es el verdadero amor. También le agradezco que me permitiera volvernos locos juntos.

Y necesito saber si me ama. Lo extrañé. Me extrañó... A la mierda quien no te esté de acuerdo, carajo. Total, ya ninguno de los dos goza de buena reputación. Nunca, jamás, por ningún motivo, hemos sido modelos a seguir. Tan solo, tal como Oliver dice, servimos para perder la cabeza el uno por el otro. Y eso lo hace feliz. Y eso me hace feliz. Y no le hacemos daño a nadie.

—Egoísta, testarudo... —repito bajando las luces porque viene un coche. Estoy llegando.

Estaciono el coche de mamá junto a la camioneta de Oliver y usando el móvil como linterna bajo la pendiente que separa a la carretera del lago. A mitad del camino casi colisiono contra una enorme estructura de madera. No se encontraba aquí la primera vez que vine. Es el restaurante. Doy un grito por dentro de sintiéndome feliz por él y sigo bajando. La pendiente es boscosa, rocosa y su suelo húmedo ¿En serio a este hombre no le ocurrió que primero debía construir gradas?

Me detengo en seco cuando lo veo. Está de pie sobre el muelle mirando el reflejo que deja la luna sobre la superficie del lago. Es una escena nostálgica, quieta, romántica. Se le ve ligeramente encorvando, tiene las manos dentro de los bolsillos, frunce sus labios cada tanto..., luce triste.

Termino de bajar sintiendo seca mi garganta, flanqueo unas últimas rocas y procurando no hacer ruido me instalo al inicio del muelle.

Y de pronto vuelvo a tener diecisiete años. De nueva cuenta soy la chica que llegó a su casa sin saber qué decir, cómo presentarse, cómo comportarse, cómo romper el hielo sin incomodarlo. En ese momento lo único que pedía al cielo es que no me odiara y hoy... hoy también.

De modo que no encontrando palabras más adecuadas, yendo por lo que nos hace sentir cómodo, lo saludo de la única manera que conocemos:

—¿Qué hay?

No puede no haberme escuchado porque hablé fuerte. Aun así, no se gira, continúa... viendo el lago.

—Bueno, ya dijiste que no pido permiso —agrego caminando hacia él y de esa manera consigo que finalmente se vuelva. Y lo deduce y se lo confirmo—: Sí. Es... Escuché la llamada.

No sé interpretar su reacción. Por su ceño fruncido diría que está molesto, más no lo apostaría porque sus ojos intentan decirme algo diferente.

—Yo... —coloco un mechón de mi cabello detrás de mi oreja y, a la vez, no puedo evitar pensar que si a los diecisiete no hubiera sido tímido esta hubiera sido mi reacción al estar frente a frente por primera vez—. No has contestado si me amas —«Sí, por eso estoy aquí». Te lo pregunté yo, también ese locutor... y no has dicho sí o... no.

La buena reputación de Oliver Odom ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora