Capítulo veintidós

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La puerta se abrió lentamente frente a nosotros, dejándonos ver la nueva y última habitación de Mía. A diferencia de la anterior, esta era insípida y completamente blanca. No había osos de felpa, flores o dibujos hechos con crayones pegados en sus paredes. Seguramente ella estaría burlándose de su aspecto monótono y aburrido. Miraría a su alrededor con una notable mueca de desagrado y Lío la hubiese regañado por eso.

Había varios aparatos, monitores y respiradores, junto a una camilla que parecía ser mucho más grande que la que había en la otra habitación. Tal vez hubiese chillado de alegría porque ahora tendría más espacio para jugar y nos invitaría a recostarnos con ella para que la abracemos hasta quedarse dormida.

Ella yace inmóvil, sus rasgos dulces ahora tan frágiles bajo la luz tenue del hospital. La máquina que monitorea su corazón emite un sonido constante y rítmico, un eco desgarrador de su lucha por la vida. Con su cabeza sobre una gran almohada y arropada con sábanas blancas, sumida en un sueño que pronto se volvería eterno. Estaba conectaba a un respirador artificial, un par de tubos que pasaban por su nariz y su boca para que su cuerpo reciba el oxígeno que sus pulmones ya no podían brindarle. También estaban las famosas intravenosas, aquellas que Mía decía que la enfermera recargaba con polvo mágico con el fin de poder viajar al reino de las hadas.

Tomados de la mano nos acercamos a ella, a pasos lentos, haciéndonos uno con la tranquilidad que allí había. Lío detuvo su paso de repente, haciendo que mi cuerpo también se detenga. Lo miré, pude notar cómo sus ojos comenzaban a cristalizarse. Volví a mirar a Mía y suspiré, no era momento de derrumbarme también. Sacando fuerzas de donde ya no quedaban, me solté de su agarre y continué caminando hacia ella hasta estar a tan solo centímetros de distancia. Me senté a un lado y tomé su mano, intentando hacerle saber que yo estaba allí, aunque no estaba segura de que realmente sintiera mi presencia.

Su piel era blanca como un copo de nieve, apenas había un poco de color rosado muy débil en sus mejillas. El cabello le caía como una cascada de color avellana sobre ambos hombros, algo por lo que se hubiese quejado porque odiaba el cabello suelto y desordenado. Le gustaba trenzado, adornado con flores o pequeñas piedras de fantasía. También decía que le relajaba que la peinaran, a tal punto que podía quedarse plácidamente dormida.

Por eso, en ese último momento, en el final del recorrido, las trenzas no podían faltar. Me acerqué un poco más a ella y con cuidado comencé a separar pequeños mechones de cabello y a pasarlos uno sobre otros.

Miré a Lío, quien se encontraba en silencio a unos metros de nosotras, nos observaba atento, con ojos cargados de tristeza y el corazón hecho añicos. Le hice una pequeña sonrisa, invitándolo a acercarse y aunque al principio se mostró temeroso, comenzó a avanzar, a pasos lentos e inseguros.

Se sentó al otro lado de la camilla, frente a mí. Sus manos temblorosas comenzaron a buscar las de la niña, hasta que finalmente se encontraron. Volvió a mirarme, como esperando a que le indicara qué hacer.

—Háblale—señalé y continué trenzando el cabello de la niña.

Mordió su labio inferior con nerviosismo, escuchaba el sonido de su pie rebotando incesante contra el suelo y veía a las lágrimas en sus ojos amenazando con escapar. Podía notar el intento sobrehumano que estaba haciendo para no derrumbarse sobre aquella camilla.

Amaba a esa niña con cada célula de su cuerpo y sabía que jamás pasó por su cabeza tener que pensar en palabras de despedida. Todavía nadie había creado la más bella de las combinaciones gramaticales que describiera lo increíble que fue haber coincidido en un universo con Mía Mocx. Se podía hablar de su valentía y fortaleza, de su inteligencia y su personalidad auténtica, de su risa contagiosa y dulce voz, de sus cálidos abrazos y caricias suaves como pétalos. Se podía hablar de su corazón, que era tan grande que podría caber el mundo entero dentro de él. Se podía hablar de los deseos que pedía a las estrellas o de la magia que veía en las cosas simples. Se podían hablar tantas cosas sobre ella, pero aun así nunca serían suficientes para describir a la perfección lo especial que era aquella niña.

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