Capítulo dieciséis

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Ver mi libro en formato papel me emocionaba. Era una sensación de la cual no podría acostumbrarme nunca. Lío no solamente sostenía entre sus manos un montón de hojas escritas, sino que también una parte de mi corazón. Aunque la historia no trataba de mí, había dejado rastros de mi vida en cada línea. Removí recuerdos, liberé fantasmas y usé las heridas que se habían formado solo para crearla.

Al principio me aterraba el hecho de que el mundo me leyera, pensaba que sería como empujarme hacia un escenario completamente al desnudo. Me negaba a que la gente me viera de esa forma, tan vulnerable, tan sentimental, tan yo.

Una noche, abrazada por la oscuridad de mi habitación, mientras esperaba al pie de la ventana una lluvia de estrellas, comencé a pensar en todas y cada una de aquellas cosas que no hice por miedo. No fue algo espontáneo, ocurrió una semana después de enterarme que jamás volvería a ver a mi padre. Su muerte marcó un antes y un después en mi vida, abrió mi mente, me llevó a entender y valorar cosas que antes consideraba que no tenían importancia.

Él era parte de una empresa, trabajó mitad de su vida en el área de contabilidad y aunque su especialidad eran los números, irónicamente amaba la escritura. Recuerdo que cada noche antes de finalizar su estresante día, me arropaba entre mantas de algodón e inventaba una historia diferente para que pudiera dormir tranquila, historias exclusivamente para mí. Podía unir ideas y decorarlas con palabras bonitas sin esfuerzo alguno. Tenía el tan conocido "don", pero nunca logró revelárselo al mundo. Tras la noticia de mi llegada, sus amigos, padres, hermanos y hasta su esposa, le rogaron dejar atrás todo lo que le apasionaba y encontrar un trabajo estable. Por aquellas influencias comenzó a sentir miedo y, como todos sabemos, los miedos son asesinos de sueños.

Ya convencido de que los libros no cubrirían los gastos, ocultó lo más valioso que tenía y tristemente murió con él. Tenía muchos sueños y, a escondidas de mi madre, a menudo me hablaba de ellos. No anhelaba una vida de fama y lujos, no quería millones de lectores, entrevistas, firmas y reconocimientos. Su sueño era dedicarle un libro a su pequeña niña, uno que lograra inspirarla a luchar por lo que amaba y que pudiera evitar que cometiera los mismos errores que él.

Se fue de este mundo creyendo que no lo había logrado, pero realmente lo hizo. A él no solo le debo la vida, sino que también mi amor por las letras.

Pensar en sus miedos, me hizo reflexionar sobre los míos. No quería irme de esta vida arrepentida por todas aquellas cosas que no me atreví a hacer solo por tener miedo.

Comenzó como una idea vaga, que al principio no tenía mucho sentido y necesitaba de mucho trabajo y dedicación.

Me sentaba en un viejo escritorio que tenía en la casa donde vivíamos con mi madre y me desvelaba por las noches para crear lo que en un futuro se convertiría en mi primer libro publicado. Escribía, borraba, modificaba, agregaba, lo modelaba a mi gusto y eso era lo que más amaba, a pesar de todas las exigencias y cargas que mi madre ponía sobre mi espalda, había encontrado un lugar en el que me sentía libre.

—No puedo creer que lo hayas comprado—comenté a través de señas, mientras caminábamos por la acera entre hojas amarillas y anaranjadas.

El chico negó riendo y echó un rápido vistazo a la bolsa que llevaba entre sus dedos.

—No solamente lo compré, sino que también voy a entrevistar a la autora.

Antes de que pudiera objetar algo, agarró mi mano y sin previo aviso me adentró hacia una cafetería. Al abrir la puerta, un aroma exquisito a granos tostados inundó mis fosas nasales. El cálido resplandor de las luces tenues y el suave murmullo de las conversaciones ajenas nos envolvieron en una atmosfera de confort y calidez. Caminamos juntos hacia una mesa que se encontraba pegada a uno de los grandes ventanales. Los tonos dorados y rojizos del paisaje otoñal combinaban a la perfección con el interior del local y creaban un espectáculo visual que no tenía desperdicio alguno. Un joven muy amable se acercó a nosotros para tomar el pedido. Lío ordenó un café de especialidad para mí y un chocolate caliente con canela para él. Al cabo de unos minutos, dejaron sobre la mesa dos tazas de cerámica blanca y aquello fue el punto clave para iniciar una conversación sin ser interrumpidos. Metió su mano en la bolsa, sacó el libro y lo dejó sobre la mesa para que pudiera verlo mejor.

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