Capítulo dieciocho

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—Diana—se escuchó el murmullo de una voz familiar cerca de mí.

Abrí mis ojos. Una brisa proveniente del mar azotó mi piel haciéndome estremecer. Sentí mis manos mojadas y me percaté rápidamente de que estas estaban tocando la madera húmeda del viejo muelle. Repentinamente los demás sonidos del ambiente llegaron hasta mis oídos, el golpear de las olas contra las rocas, los truenos suaves de una tormenta que estaba formándose, el graznido de las gaviotas alejándose y el susurro del viento del atlántico.

Sentí el tacto de una mano sobre la mía, haciendo pequeñas cosquillas sobre mi piel. Había una persona sentada junto a mí, al pie del muelle, sentada sobre aquellas viejas tablas de madera. Mis ojos buscaron a los suyos y al encontrarlos fue inevitable que mi corazón se estrujara.

Cuando tuvo que partir, yo era una niña, nos quedaba tanta vida por delante, un largo camino que debí continuar sola, a pasos lentos o rápidos, pero al final sola. Me sentía aterrada, veía hacia el frente y me preguntaba si al final del camino lograría recordarlo, si todavía podría recordar el sonido de su voz, el color miel con toques de avellana de sus ojos, la curva de sus labios gruesos y los hoyuelos que se formaban cada vez que reía. Quería que viviera en mi memoria por siempre, no solamente su físico, sino también cada una de aquellas acciones que hizo y marcaron mi corazón; sus historias inventadas antes de ir a dormir, los intentos fallidos de trenzar mi cabello, el tacto de sus manos limpiando las lágrimas que caían por mi mejilla luego de tropezar con mis patines, las veces que se dejó vencer en una lucha de almohadas, las tardes de té con mis muñecas y los momentos en los que sus abrazos se sentían como un refugio.

Con el pasar del tiempo, algunos recuerdos comenzaron a verse borrosos, como si una especie de neblina los cubriera. Sin embargo, al verlo allí, junto a mí, aquello que parecía sepultado en alguna parte de mi mente volvió a florecer.

—¿Qué haces aquí? —pregunté a través de señas.

Una pequeña risa salió de su boca haciendo relucir sus dientes blanquecinos y aquellos pequeños hoyuelos que tanto extrañaba. Aquel sonido hizo un extraño eco en el lugar, como si hubiese chocado y rebotado en cuatro paredes.

Pude ver sus intenciones de contestar, pero antes de que ocurriera, su cuerpo desapareció como una especie de neblina gris. Había dejado de sentir el roce de su mano sobre la mía y la desesperación me inundó. Me levanté rápidamente y comencé a mirar hacia mi alrededor. Aquella nube gris que me abrazaba comenzó a tornarse cada vez más oscura hasta que finalmente me perdí en ella.

Busqué un mísero rayo de luz entre las tinieblas y a medida que el tiempo pasaba el miedo se intensificaba. El ambiente enmudeció, las olas, la brisa y las gaviotas parecieron desaparecer junto a mi padre. El silencio en el lugar era tan profundo que solo podía escuchar los latidos de mi corazón sonando desaforadamente, dejando al descubierto lo aterrada que me sentía.

En un intento de escapar de allí, comencé a dar pasos lentos hacia la costa. La madera crujió debajo de mis pies provocando tensión en todo mi cuerpo. No recordaba qué tan largo era aquél muelle, pero parecía que había dado cien pasos y todavía no lograba llegar a tierra firme.

Una voz se escuchó a lo lejos, el sonido de una voz que mencionaba mi nombre una y otra vez. Nuevamente miré con desesperación a mi alrededor en un intento de encontrar a la persona que le pertenecía. Sin embargo, no podía descubrir la dirección de la cual provenía, podía jurar que hasta parecía emerger del fondo del mar, como si fuese una especie de ilusión auditiva.

Repentinamente la niebla comenzó a disipar, dejándome ver la arena mojada de la playa y la silueta de un hombre parada sobre ella. Fue el momento en el cual decidí tomar impulso y correr hacia él, olvidando el hecho que mis pies pisaban con fuerza las débiles y viejas tablas de madera. El ensordecedor crujido de una de ellas fue lo último que escuché antes de que el agua congelada del mar me abrazara.

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