CAPITULO VI: CONFESIONES

68 7 0
                                    

–Es hermoso cómo pueden observarse las estrellas desde aquí.
–Así es. Venir aquí, de pequeña, era uno de mis sueños.
–¿Por qué nunca habías venido?
–No podía. Papá nunca quiso traerme. Él prefería que estuviera leyendo libros y aprendiendo como gestionar una empresa en lugar de conocer la parte más bella del mundo, que son sus paisajes.
–Dime algo, Abbie. Cuando estabas pequeña, ¿qué soñabas hacer cuando crecieras?
–Viajar. Conocer lugares nuevos, personas nuevas, comida nueva. Hablar otros idiomas.
–Puedes hacerlo. Todo eso puedes hacerlo ahora que tienes la oportunidad.
–No, Chase. No es tan fácil como crees.
–¿Por qué? Yo no veo impedimentos.
–Cuando papá murió, me hizo prometerle que yo, Abbie Wilson, como su hija mayor, me encargaría de la empresa. No puedo encargarme de ella si ando dando vueltas por ahí.
–¿Y quién se está encargando de la empresa en estos momentos?
–Mamá. Pero es momentáneo mientras yo «me preparo por completo». Quiere que todo marche bien. Hasta que no termine de estudiar no podré manejar la empresa.
–¿Tú quieres eso?
–Ya no importa lo que yo quiera, Chase.
–No, claro que importa, Abbie. Importa muchísimo. Mira, los sueños se hicieron para cumplirlos. El sueño de una persona no nace sólo por nacer y ya. Está ahí, ¿sabes? Desde siempre, esperando, algún día, hacerse realidad. ¿A qué le tienes tanto miedo? ¿A tu familia? No importa. Ellos ya vivieron su vida, es momento de que tú disfrutes la tuya. Que se encarguen tus hermanos de la empresa si quieren, pero tú debes ir a perseguir tus sueños.
–... Papá siempre quiso un chico. Mamá me contó que, cuando le dio la noticia de que iba a ser padre, sus ojos se iluminaron como los de un niño pequeño cuando le compras un juguete nuevo. Cuando ya sabía que iba a nacer yo, todo cambió. No tenía aquel entusiasmo del primer día. Con el paso de los años, después de que nací, papá comenzó a enseñarme sobre empresas y negocios. Yo le hablaba acerca de mis sueños, pero él no prestaba atención. A mamá tampoco le gustaba que hablara de ello. Aunque, a diferencia de mi padre, mamá sí sabía lo que me hacía feliz. Pero, a pesar de saberlo, nunca hizo nada por intentar cambiar las cosas —Sus ojos comienzan a llenarse de lágrimas—. Entonces ocurrió. Un día, en el cole, realizaron un casting para interpretar una cantante en una pequeña obra. Aquella obra infantil se llevaría a cabo por muchas ciudades de Inglaterra, comenzando por Londres. Yo obtuve el papel, sólo me hacía falta el permiso de mis padres para salir de la ciudad. Cuando llegué a casa entusiasmada, me dirigí a contárselo a mi padre. Quería que me diera el permiso. ¿Sabes lo que dijo? Que no.

No seas ingenua, Abbie. El mundo de la fama es sólo una estupidez. Tienes que entender una cosa, hija: los sueños no se cumplen al menos que lo tengas todo facilitado. ¿Empezar de cero? ¿Para qué? Es estúpido, mucho más tratándose de algo como la actuación.
Pero, papá, esto es algo que siempre he querido. Yo quiero conocer la parte más bella del mundo.
No hables de esa manera. No eres la princesa de un cuento de hadas, eres una Wilson. La hija mayor de los Wilson, y tu deber como hija mayor es seguir con nuestro legado y nuestras costumbres, Abbie. Ya no eres una niña pequeña de seis años. Tienes once, y ya comprendes muchas cosas.
¡Lo único que comprendo es que eres un idiota, papá!

Entonces se levantó de su escritorio y me dio una bofetada. Ese día entendí dos cosas: la primera era que papá no estaba conforme con lo que había dentro de mi cabeza. Por esa razón, él quería un hijo. Un hijo mayor que llevara en lo alto su legado y su preciada empresa. Y la segunda, y la más dolorosa, era que tampoco estaba orgulloso de mí. Entonces mis sueños cambiaron. Ya no era la chica que quería conocer el mundo, ahora era Abbie Wilson, la chica que quería que su padre se sintiera orgulloso de su propia hija. Cambié mis muñecas por libros. Las tardes que compartía con mis amigas ahora eran tardes de estudios. Las horas libres del cole, la secundaria y la universidad, también eran para estudiar. El último día de vida de mi padre, estuve con él, antes de que la ambulancia lo recogiera. Esperaba sólo una cosa. Una única cosa y era escucharlo decir «Estoy orgulloso de ti». Pero no. Lo último que escuché decirle fue «La empresa está en buenas manos, de eso estoy seguro. Hice lo correcto». Fue ahí cuando mi padre me vio llorar por primera vez, y también sería la última. Supongo que pensaba que lloraba por él, pero estaba llorando porque, justo en esos quince segundos antes de que la ambulancia se parara frente a nuestra casa, comprendí que no estaba orgulloso. Al menos no de mí, sino de sí mismo. Comprendí que no había cumplido mi absurdo sueño de convertirme en la hija que tanto deseaba que fuera, sino el suyo, de convertir a su hija en su perfecta imagen para seguir con sus responsabilidades. Pero tampoco había vuelta atrás. Ya había convertido más de la mitad de mi vida en estudios y preparaciones para dirigir y gestionar una empresa. Pero eso sí, nunca olvidé lo que realmente quería.

Su alma nunca se había iluminado tanto como ahora, mientras me contaba todo. Ahora entiendo algo yo también. El amor no se basa sólo en querer a los demás y sentir algo por alguien, el amor también se trata de quererse a uno mismo. No hablo sólo de aceptarse y no acomplejarse, hablo de querer y amar todo lo que nos hace ser quienes somos. Los sueños, por ejemplo. Nuestros sueños nos hacen ser nosotros mismo, es lo que nos hace diferentes al resto. A ellos hay que amarlos también.

–Oye, Abbie, acabo de darme de cuenta de algo. Mira, si tanto deseas hacer algo, no lo pienses tanto y sólo hazlo. Debes cumplir tus sueños sin importar nada. Porque, si no lo haces, vas a morir por dentro. Vas a morir como persona y serás sólo un cuerpo vacío. Como un barco hundido en el océano esperando algún día poder salir a flote otra vez... pero sin conseguirlo. Yo voy a ayudarte a cumplir lo que desees.
–Yo creí que eras Cupido, el Dios del amor, no el hada de los deseos —Y una carcajada llena el ambiente de alegría—. Pero, ahora, háblame de ti, Chase. Bueno, Cupido. ¿Qué hace Cupido, el Dios del amor, aquí en la tierra?
–Bueno, primero que nada, no soy el Dios del amor. Soy más bien el Dios del deseo amoroso. Mi madre, Venus, es la Diosa del amor y la belleza. Pero hago su trabajo, aprovechando que estoy aquí en la tierra.
–¿Y vienes siempre?
–Normalmente, sólo los 14 de febrero. Sólo que ha ocurrido algo y estoy aquí en una especie de misión.
–¿Tu misión es conseguirme una pareja? —Y otra vez la carcajada.
–No del todo. El año pasado descuidé un poco mi trabajo y el número de fracasos amorosos y amistades destruidas aumentó. Mis padres decidieron castigarme negándome la entrada a la tierra, pero llegaron a un acuerdo y ahora tengo que hacer bien mi trabajo esta vez. De lo contrario, otro será Cupido.
–Pero eso no es tu culpa.
–¿A qué te refieres?
–Cupido, los tiempos han cambiado, ¿vale? El amor ya no es igual que antes, y eso es algo que deberías tener en cuenta. Ya no importa si unes a una pareja con tu hilo rojo o yo que sé. Ellos, en algún momento, van a crear un arma que destruya ese hilo rojo. Lo mismo pasa con las amistades. Mira, te doy un consejo: si de verdad quieres hacer que el amor funcione entre los seres humanos, tú también debes cambiar. Comienza a ver las cosas de una manera más actualizada, por decirlo así —Abbie tiene razón. Nunca había pensando así—. Es como comprarse un celular y bajar algunas aplicaciones. Con el paso del tiempo, esas aplicaciones dejarán de ser conocidas, pero tú las tienes ahí y las sigues usando. Debes bajarte aplicaciones nuevas.

Aunque no entendí su metáfora, sé a lo que se refiere. Por cierto, ¿cómo se usa una «aplicación»?

–Bien, entonces tú y yo podemos aliarnos. Yo te ayudo a cumplir tus sueños y tú me ayudas a cumplir con mi trabajo y así podré volver al Olimpo.
–Vale. Me parece una idea perfecta —Su sonrisa deslumbra bastante. Creo que es la primera vez que la veo sonreír de esa manera—. Por cierto, gracias por traer una manta.
–Oh, sí. La tomé de una de las habitaciones de la casa de Alex mientras me esperabas en el tejado.
–Robaste la manta de Alex.
–No, sólo la tomé prestada. Luego se la devuelvo.
–Que bien se siente decir que Cupido es tu amigo.
–Sí. Pero no puedes ir por ahí gritando mi nombre. Mejor sígueme llamando Chase.
–Aunque, para la próxima, puedes pensarte en un nombre que no utilicen para ponerle a sus perros.

Y mientras observamos las estrellas y nos reímos a carcajadas de cualquier tontería, se enciende una chispa. 

Un Cupido enamoradoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora