CAPÍTULO 01

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La espera se había tornado intolerable, pero apenas quedaban algunas horas más antes de que llegara el final del tiempo estipulado

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La espera se había tornado intolerable, pero apenas quedaban algunas horas más antes de que llegara el final del tiempo estipulado.

Reclinado de forma cansina sobre su pie derecho, el capitán Ivar percibió que algo se movía no muy lejos de él y se enderezó. Su postura erguida era parte indivisible de su rango y no podía permitirse demasiados momentos de relajación.

—¿Qué sucede? —increpó, sin siquiera voltearse.

De haber estado en cualquier otro sitio, aquel movimiento que vio por el rabillo de su ojo izquierdo lo habría puesto en alerta. Sin embargo, solo sus hombres se encontraban en la isla al momento. Ya lo habían explorado todo sin encontrar señales de vida humana o animal, salvo por algunas aves que anidaban en las copas más altas de la exótica vegetación.

—Si me permite hacer una observación, capitán, es posible que el mensajero haya huido o perecido antes de cumplir con su orden, señor —dijo el recién llegado, manteniendo ambas manos a los lados con postura firme—, o tal vez los piratas se han acobardado ante la mención de su nombre —finalizó.

"De todos los bárbaros y sabandijas, aquel pirata es al único al que jamás acusaría de cobarde", expresó el capitán de los eriantes en su mente, sin colocar sus pensamientos en palabras, quizá por orgullo.

Ivar no poseía ninguna excusa creíble sobre porqué conocía al enemigo y cuál era la relación que lo unía con alguien de mala calaña. Admitir que compartía retazos de pasado con ese hombre en particular sería absurdo, ¡imperdonable frente a los ojos de sus superiores!

Por fortuna, sus subordinados no se atrevían a cuestionar las acciones de un capitán que llevaba años sirviendo en la Erianta real. Los marineros sabían que les convenía callar y obedecer ante cualquier duda sobre la lealtad o la honestidad de su líder.

—Teniente —habló Ivar, su voz gutural e intrépida causó en el hombre una exaltación a la que ya estaba acostumbrado y que ni el paso de los años lograba calmar: el temor a ser reñido—. No le he permitido expresar su opinión, tampoco se la he pedido. En vez de presentar palabrerías sin fundamento, notifique a los hombres que, si no desean ser la diversión de esas sabandijas cuando lleguen, no deben bajar la guardia en ningún momento, ni siquiera cuando el tiempo se haya cumplido.

—Si me lo permite, señor...

—No, no se lo permito —interrumpió el capitán.

El teniente bajó la cabeza y clavó sus ojos en la piedra negra bajo sus pies, que parecía cubrir casi la totalidad de la superficie de la isla como un manto; no tenía el valor para mirar a su superior a los ojos. El eriante situado a escasa distancia de él, con ambas manos en su espalda, le aterraba incluso más que la idea de un ataque sorpresivo de los piratas.

—Por supuesto. —Como una cucaracha a punto de ser aplastada por las botas negras y recién lustradas de su capitán, Kioba decidió quedar en silencio antes de gesticular algún otro comentario fuera de lugar.

Cementerio de tormentas e ilusionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora