Capítulo 6.

185 18 88
                                    

Un enano.
Un debilucho.
Un cobarde.
Un idiota.
Una niñita.

Así es como la gente describía a Cid Bagley, hijo único de Steve Bagley, todos lo conocían y criticaban por "no ser tan bueno" como su padre.

Ahora era la entrega de calificaciones y Cid casi reprueba inglés.

—No entiendo porque sacaste esa calificación, ¿tu papá es inglés, no? —dijo Rebeca.

—Si...

—¿En serio tu padre es inglés? —preguntó David a lo que Cid asintió —Vaya, eso explica tu cabello rubio.

—Deberías de ver sus ojos, a veces se ven verdes.

—¿En serio? —David se acercó al rostro de Cid, casi tocando su frente —yo no veo nada.

—M-mi padre dice que solo se ven verdes cuando me gusta alguien.

—Vaya, eso es muy cursi, pero quisiera ver eso.

—Suerte con eso, Cid no es de los que se enamoran rápido —dijo Zaira —pero tal vez puedas ver sus ojos verdes en su cumpleaños.

—Oh, cierto, es en unos días.

—¿Y por que en su cumpleaños? —preguntó David.

—Verás, ese día a Cid siempre suele empezar a gustarle alguien.

—¿P-podemos dejar de hablar sobre eso? Es raro...

Los cuatro chicos caminaron a la salida, ese día salían temprano, por lo que fueron a una cafetería para pasar el tiempo, algo sorprendente considerando que a Cid nunca lo dejaban salir.

—Ey, David —Rebeca se sentó a lado del mencionado —¿cómo está tu hermano?

—El doctor dijo que nacerá pronto —contestó David alejándose un poco de la castaña a su lado —por lo mientras, mi madre debe tomar reposo.

—¿No estás emocionado?

—No del todo, cundo ese bebé nazca, yo quedaré en el olvido

—¿Cómo le llamarán? —preguntó Cid.

—Mi mamá quiere llamarle Mateo, pero mi papá quiere que se llame Nathan, a noche discutieron por eso, pero nada grave.

—Mientras no sea un pelotudo, todo bien —término Zaira.

Una mesera les tomó la orden, pasaron cinco minutos, luego diez y después de otros quince al fin tenían sus bebidas.

—Espero que haya valido la pena esperar tanto —dijo David para luego probar su malteada —como lo pensé, sabe de la chingada.

—Ey, no digas malas palabras —regañó Rebeca.

—Soy mexicano, ¿qué esperabas?

—Conozco a varios mexicanos que no dicen groserías.

—No que tú sepas —intervino Zaira.

—¿Por qué siempre eres tú quien nos reprime? Pareces nuestra madre.

—No hables con la boca llena, Cid.

—A eso me refiero...

Los cuatro terminaron sus bebidas desabridas y después David buscó en sus bolsillos algo de dinero para pagar lo suyo.

—Oh, merde, no traje dinero.

—¿Teníamos que traer? —preguntó el rubio.

—¿En serio no trajeron nada? —negaron —lo pagaré yo, pero me lo darán después.

—Gracias Zaira —Dijeron los dos chicos al unísono.

—¿Podrías pagar también lo mío? —sugirió Rebeca —estoy ahorrando para el regalo de Cid.

—Bien... —contestó la azabache con mal humor.

Después de unos minutos, la mesera apareció con su cuenta, Zaira la revisó, escribió algo en ella y se paró de su asiento.

—Emm... Zaira, ¿qué haces? —preguntó Rebeca.

—Nos vamos.

—¿Cómo? ¿Vamos a echar un carro?

—No sé que quisiste decir, pero solo vámonos.

Los tres chicos la siguieron con un poco de confusión, a pesar de que la mesera los vio irse sin pagar, no les dijo nada.

—¿Qué fue eso? —inquirió Cid, confundido.

—Una cafetería —respondió Zaira.

—Me refiero a por qué nos fuimos sin pagar —la azabache no contestó —¿Zaira?

—Dime.

—Me —intervino David, ganándose una mala cara por parte de su amiga —Y tengo peores chistes.

—Como sea, no necesariamente nos fuimos sin pagar, es solo que... —hizo una pausa y suspiró —mis padres son los dueños de ese lugar, por eso la chica no nos dijo nada cuando nos fuimos.

—¿Por qué nunca nos lo contaste? —preguntó Rebeca

—Nunca preguntaron.

—¿Cómo íbamos a preguntar algo así? —Zaira se alzó de hombros.

El resto de la tarde los chicos se la pasaron quejándose con Zaira sobre el porqué no les había dicho antes y otras cosas que se les venía a la mente.

Cuando dió la una de la tarde, Cid ya debía ir de regreso a su casa, y aunque sus amigas insistían en que no lo hiciera, el necesitaba hacerlo.

—Lo siento, pero mi padre solo me dejó quedarme hasta la una.

—Pero Cid, puedes quedarte veinte minutos más, tú padre entenderá —le pidió Rebeca.

—No puedo.

—Vamos Cid, una vez al año, no hace daño —dijo David.

—En serio no puedo, lo siento.

Y se fue sin decir más, él de verdad quería quedarse, pero su padre lo sobre protegía mucho, además de que le pidió apagarle a los frijoles cuando llegara, y si se quemaban no le iba a ir bien.

¡Di que eres...!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora