Parte 32

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Martín se despertó y, durante unos segundos, disfrutó del agradable instante entre el sueño y la vigilia en el que la realidad aun no te ha alcanzado y abofeteado

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Martín se despertó y, durante unos segundos, disfrutó del agradable instante entre el sueño y la vigilia en el que la realidad aun no te ha alcanzado y abofeteado. No tardó mucho en hacerlo.

Ella era lo primero en lo que pensaba al despertar. Cuando estaban juntos era un dulce pensamiento que le ayudaba a enfrentarse a un día nuevo.

Seguía siendo lo primero en lo que pensaba, así que, desde hacía dos noches, cada vez que se despertaba sentía ese puñetazo de realidad. Un golpe tan devastador como el que sintió cuando ella le dijo, en aquel portal, que ya no le quería.

Despegó la cabeza del cristal de la ventanilla. Revisó el móvil, ni rastro de Paula en ninguna red social. No le había vuelto a escribir y no había publicado nada. Se moría por llamarla, necesitaba sentir esa conexión con ella. Aunque solo fuese ver fotos de animales pequeños que ella solía retuitear. No podía evitar buscarla, aun sabiendo que eso significaba recibir otro golpe más.

Suspiró. Tenía que dejar de torturarse así. Sonaba una canción de Clutch, eso le ayudó a recomponerse.

Bea le pidió ayuda para orientarse por la zona. Buscó las indicaciones en internet y le indicó cómo llegar al aparcamiento del camping. Una vez allí, ya se podía apreciar el ambiente que se había creado para el concierto. Chicos en pantalones cortos, chicas en camiseta de tirantes. Pañuelos en la cabeza, botellas de agua en las manos, camisetas de grupos, gafas de sol, gorras y riñoneras. Chicos con melena, chicas con el pelo de colores. Gente vestida de riguroso negro cociéndose al sol y, sobre todo, barro, mucho barro. A pesar de que el cielo estaba despejado, el aparcamiento estaba embarrado, y todas las zapatillas que allí pisaban estaban sucias.

El encargado del parking les detuvo. Bea se quitó las gafas de sol y abrió la ventanilla.

—La plaza que queda es estrecha para vuestro vehículo. Tendríais que haber reservado una plaza grande. La puedes intentar meter, pero hay mucho mucho barro —dijo aquel hombre.

—¿No hay plazas más grandes? —preguntó Hugo.

—Todas reservadas —el encargado negó con la cabeza, se volvió hacia Bea—, vas a tenerlo jodido aparcando ahí.

—Ya veremos —Bea se puso de nuevo las gafas de sol.

Su amiga Bea era tremendamente orgullosa, bastaba con decir que no podía hacer algo para motivarla a hacerlo. Durante un tiempo, Iker y él lo aprovecharon para comer gratis gracias a "no creo que sepas hacer tortilla de patatas", "seguro que se te corta la mayonesa" o "ni de coña te sale bien la paella".

Vio esa expresión audaz en su cara cuando escuchó al encargado decir que no podría aparcar.

Bea condujo hasta la plaza que le habían asignado. Era, efectivamente, muy estrecha y tenía delante un enorme lodazal salpicado de charcos y huellas de pisadas muy hundidas.

Si me dices que noDonde viven las historias. Descúbrelo ahora