Malabares

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—Hola

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—Hola.

—Tanto tiempo, ¿que se había hecho? —preguntó él.

—Estaba de vacaciones —respondió estirando la mano con dos monedas de cien pesos.

—No se preocupe —sentenció el joven moviendo una mano en señal de rechazo. Dos semanas sin verla confirmó la atracción reprimida que sentía hacia ella. Ese era el motivo por el cual no recibía el dinero de la mujer.

Ella insistió nuevamente y el volvió a negarse sonriente.

—Pero es tu trabajo.

—Y es un placer hacerlo para usted —. Ella sonrió también, un poco ruborizada, puso en marcha el vehículo y continuó su camino.

Todos los días después del trabajo Cleo tomaba la misma ruta a su departamento. Todos los días en el mismo lugar, en la misma esquina, encontraba al joven haciendo sus malabares para ganarse la vida. Le gustaba verlo allí. Su esfuerzo, habilidad y la sonrisa a flor de piel la encandilaban. Por esa razón todos los días le entregaba una moneda, por esa sonrisa que la hacía sonreír también, le alegraba la tarde y la desconectaba de la rutina.

No acostumbraba a dar dinero a la gente en la calle, pero había algo en el joven que lo hacía diferente, no sabía qué, pero había hecho que se interesara en ese arte que; por qué no decirlo: disfrutaba.

Los días siguieron y el joven no volvió a recibir el dinero, de igual forma su rostro lo agradecía.

Supo que se llamaba Darío, veintisiete años, tres menos que ella (siempre pensó que no superaba los veintitrés). Comenzó a fijarse en él de manera distinta, observaba sus hábiles manos manejando los aparatos, sus brazos fuertes al desnudo y un cuerpo delgado muy bien trabajado. Muchas veces vio la rutina, pero desde que entablaban esos breves diálogos, desde que le dedicaba esas sonrisas cómplices, comprendió la pasión y amor que ponía en su arte; cómo manipulaba los elementos: con fuerza y a la vez con delicadeza; y los hacía parte de su propio cuerpo. Descubrir esa forma única de complementación, esa mezcla perfecta, esa unión; desde algún lugar de su mente, la hizo pensar que era la manera en que debía ser tocada, cómo quería ser tocada. Lo que tanto necesitaba.

—¿Cómo estás?

—Bien, ¿y usted?

—Es viernes —respondió aludiendo al fin de semana y estiró su mano sabiendo que el joven no recibiría el dinero.

—No se moleste.

—Todos los días rechazas, ¿no aceptarás nunca?

—No señorita.

—Dime Cleo.

—No, Cleo.

—Entonces deja que te invite a una copa.

—¿Hablas en serio? —preguntó Darío con alegre sorpresa.

—Claro, sube; date prisa antes que cambie el semáforo —. El joven salió disparado, recogió sus pertenencias y en pocos segundos estaba sentado en el asiento del copiloto.

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