Apreté de nuevo aquel manojo de cartas contra mi pecho antes de volver a gritar con toda la fuerza que me permitía mi ya ronca garganta. Gritar era lo único que podía hacer aparte de llorar. Y aquellas cartas eran lo único que me quedaba. La única cosa a la que aferrarme. Y no pensaba soltarlas. Pensaba seguir allí sentado, apretándolas contra mi pecho como si aquello fuese a solucionar algo. Sentado en aquella solitaria esquina inundada de lágrimas. Sentado con la cabeza gacha en la esquina que hacía escasas horas pertenecía a una habitación limpia y ordenada. Ya no quedaba nada de aquello. Ya no quedaba nada de él. Sólo los cristales rotos que pertenecieron una vez a una ventana; ahora esparcidos por el suelo en mil pedazos. Sólo trozos sueltos de madera astillada y destrozada. Patas de sillas y mesas esparcidas por la sala. Polvo que adornaba el suelo como si de nieve se tratase. Papeles sueltos esparcidos por la sala. Sólo quedaba la destrucción. Los restos de mi desahogo y descontrol. Sólo quedaba dolor, dolor, y más dolor.
Porque correr no había sido suficiente. Correr hasta aquí desde San Mungo no había sido para nada suficiente. Sentir el viento en mi pecho no compensaba mi dolor. Golpear el suelo con cada zancada no me solucionaba nada. Hacer aquello que antes me habría liberado no me servía de nada ahora. Porque antes corría. Corría de todo aquello que me asustaba. Corría de todo aquello que me dolía. Corría sin mirar atrás. Y me sentía libre al correr. Me sentía liberado al notar el aire hacer volar mi pelo. Me sentía liberado al sentir el dolor en las piernas después de correr.
Y ahora, nada de eso me había servido. Porque por mucho que corriese aquella vez no podía huir del problema. No podía hacer lo mismo que cuando perdí a mi padre. Porque hui en aquel entonces. Hui de la realidad. Corrí. Y me sentí libre. Y pensé que podría sentirme libre si corría esta vez. Pero en aquel momento, y aunque lo hubiese intentado, huir no me servía de nada. Correr no me servía de nada. Porque en aquellos momentos, correr era de cobardes. Y demonios, soy un Gryffindor. Soy un maldito león. Debería ser valiente. Debería levantarme nuevamente. Pero no era valiente. No lo era. Y me sentía horrible. Correr no me había solucionado nada. Sólo me había dado un dolor más a la colección. Uno físico. En las piernas. Porque ardían. Los gemelos me ardían. Pero éste dolor se veía completamente eclipsado. Eclipsado por el sonido desgarrador de un corazón rompiéndose a tiras. Eclipsado por el sentimiento de confusión. Eclipsado por aquel remolino que me revolvía el pecho y hacía que me entraran náuseas.
Eclipsado por aquella esquina. En aquella habitación. Los gritos. Las lágrimas. Mi corazón desangrándose y ahogándose en agonía y desesperación. Y aquel puñado de cartas. Era lo único que se había salvado de mi ataque de ira. Era lo único que se había salvado de mi magia descontrolada. Era lo único que se había salvado de aquel antiguo estudio. Era lo único que se había salvado de toda esta historia. Lo único que se había salvado de mí. Y entonces miré al techo. Estaba oscuro. La lámpara también se había hecho añicos. Y entonces me pregunté por qué me estaba pasando aquello a mí. Por qué Merlín había querido hacerme aquello. Me pregunté qué había hecho mal en esta vida para que todo acabase así.
Y entonces me vino a la mente una lista interminable de cosas que había hecho mal. La primera, ser un egoísta. Ser un egoísta por huir siempre de mis problemas. Ser un egoísta por pensar que había sido un iluso y un estúpido. Por pensar que había sido demasiado inocente. Por pensar que no debí haberle creído cuando me juró amor eterno. Por creer en cuentos de hadas. Por creer en el amor. Por creer en él. Por enamorarme. Soy un egoísta. Soy un egoísta que le echa la culpa a alguien que en el fondo no la tiene. Porque no la tiene. Y soy un egoísta por odiarle aún más por no tener la culpa. Por no poder atribuirle la culpa de forma justa. Porque no se la merecía. Y eso hacía que le culpara aún más.
Pero Merlín, ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué, maldita sea?! Y entonces grito por enésima vez. Un grito ronco. De dolor. De rabia. De furia. De desesperación. Ese grito que haces cuando sabes que el corazón se te rompe. Y el mío se estaba rompiendo. En mil pedazos. Se ahogaba en su propia desesperación. En la decepción. En la incredibilidad. Y entonces mi Alma estaba estallando en exigencias. Exigía respuestas. Exigía ayuda. Exigía algo que le faltaba. Algo que le habían arrebatado. Más bien alguien. Alguien a quien abrazar. Alguien a quien besar. Alguien a quien mirar los ojos y susurrar un "te amo". Exigía la presencia de alguien que me recordara que todo estaba bien. Que no me podía pasar nada malo. Exigía la protección de ese alguien. Pero no a cualquier "alguien", tal y como él había hecho. No. Mi Alma exigía a ese alguien. Alguien de olor a limón. Alguien de ojos gélidos. Alguien de cabello platino repeinado. De nariz fina y labios dulces y perfectos. Alguien con cincuenta y ocho pecas en el valle entre el cuello y el hombro. Alguien que se llamara Gellert Grindelwald.
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Sorbete de Limón (dumblewald/grindeldore)
FanfictionObscurus AU. Uno nunca sabe lo que significa la palabra "amar" hasta que la siente en sus carnes.