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Errores

Una melodía llenaba el ambiente de aquella habitación; aquel maravilloso sonido era un solo de piano que reflejaba tanto como deseo y melancolía por partes iguales. Los delgados dedos del chico tocaban con delicadeza y precisión cada una de las teclas del fino piano de caoba.

Un golpe llamó su atención haciendo que dejará de tocar, volteó en dirección a la ventana; sus ojos se abrieron con sorpresa al notar como una chica de piel pálida y cabellos como la noche estaba del otro lado de la ventana, sonriéndole mientras colgaba de una fina cuerda. Sin perder tiempo, corrió a hacia la ventana para dejar que la chica entrará. La pelinegra entró por la ventana para después atraer al rubio en un cálido abrazo.

― ¿Me extrañaste? ― Cuestionó divertida al momento que se separó, él no respondió. ― Mira lo que tengo. ― Quitó la mochila de su espalda para ponerla en el piso y abrila; de ella sacó una caja morada pastel con un logo familiar para ambos. Se puso de pie mientras le sonreía a su amigo. ― Son tus favoritos.

Las bellas esmeraldas brillaron con entusiasmo mientras tomaba la caja entre sus manos.

― Gracias, Danny. Eres increíble. ― Dijo con alegría mientras miraba la caja como si fuera el más grande tesoro.

― No hay de que, Adrien. Después de todo somos amigos. ― Respondió mientras cerraba la mochila.

― Realmente eres mi única amiga. ― Agregó con tristeza.

La ojiazul sintió como su corazón se estrujaba al ver la expresión sombría de su amigo, por lo que, lo abrazo por la espalda.

― Vamos, sabes que tendrías muchos amigos si tuvieras la oportunidad, y algún día los tendrás. ― Dijo con dulzura mientras el oji-esmeralda la veía de reojo. ― Pero hasta ese entonces, me tendrás que soportar. ― Recargo su barbilla en el hombro del chico mientras lo decía.

― Lo dices como si tu presencia fuera una molestia.

― Para tu padre lo es. ― Dijo mientras arrugaba la nariz con amargura al recordar lo dicho por el hombre, el día que dejó de ser bienvenida en ese lugar. ― Pero sabes que eso me da igual. ― Dijo para restarle importancia, provocando que él de cabellera dorada sonreirá.

Le enternecia saber que ella seguía a su lado a pesar de lo cruel que su padre podía llegar a ser con ella. Desde aquella noche, hace ocho años, que se encontraron en la calle se volvieron inseparables, o al menos eso trataban desde que Gabriel decidió que era mala influencia para su hijo menor. Odiaba esa parte de su padre, detestaba que no le dejara tener ni voz, ni voto de su propia vida.

― ¿Estás bien? ― Preguntó la joven de ojos azules al notarlo tan ensimismado.

― Sí, ¿Qué tal si comemos esto? ― Dijo refiriéndose a la caja de postre en sus manos, ella asintió.

Después de sentarse sobre la cama del rubio, comenzaron a comer en un ameno silencio. Cada uno parecía estar sumido en sus pensamientos, todo estaba en total tranquilidad hasta que ella habló:

― ¿Y qué tal te fue con tu padre? ― Preguntó de repente sin apartar la vista del piso de madera, él la miró de soslayo. ― Ya sabes... Sobre lo que hablamos la semana pasada.

Con tal de no mirarle a los ojos, llevó su mirada a la canasta de basquet ubicada en una de las paredes de aquella enorme habitación.

El rostro del Agreste decayó en un segundo. Dejando el postre de lado, suspiró con tristeza, llamado la atención de la pelinegra.

― Ambos sabemos como terminó, ¿No es así? ― Dijo con una sonrisa amarga.

Ella bufo por lo bajo. ― Realmente no comprendo a tu padre, Adrien.

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