Aunque Alfred hubiera podido dejar de pensar en Amaia durante los siguientes cinco días, sus pacientes se habrían encargado de recordársela.
Recibía constantes informes sobre todas las actividades que Amaia y su hijo hacían lo que, en cierto modo, era útil, pues ella se negaba a hablar con él. Cuando llegaba a casa, se limitaba a entregarle al bebé y le cerraba la puerta sin más.
Hacía un par de días, Alfred se había enterado de que al final de la semana Amaia sabría si había sido elegida para el cargo de directora del instituto.
También había oído que su hijo había ido a unas cuantas fiestas de cumpleaños. La comunidad lo había acogido con los brazos abiertos. A él también.
Los pacientes confiaban en él ciegamente y le contaban su vida sin pudor alguno.
Con su última paciente, la octogenaria señora Klein, había descubierto que el mal que la aquejaba no era enfermedad alguna sino un grave problema de soledad. Su receta había sido sugerirle que pasara a charlar con la odiosa señora Blanchard y le contara a la envidiosa mujer todo sobre el nuevo injerto de rosas que había hecho.
Alfred cerró el historial de la señora Klein y se pasó la mano por el pelo.
El doctor Finney lo miró sonriente.
-Me preguntaba cuánto tiempo tardarías en darte cuenta de que no tenía nada.
-Debería haberlo averiguado antes.
-Si le hubieras preguntado a Amaia, lo habrías sabido. Te habría contado que la señora Klein perdió a su hijo el año pasado y a su marido hace dos. Sólo necesitaba alguien con quien hablar y tú acababas de llegar.
Amaia se pasó el dedo por el cuello de la camisa.
-Ya.
El doctor lo observó en silencio.
-¿Vais a poder superar la crisis?
Alfred lo miró sorprendido. Aquel hombre intuitivo había adivinado que Amaia y él tenían problemas.
-No estoy seguro.
-¿Sigues empeñado en convertirte en cirujano?
Consciente del peso de la pregunta, se tomó su tiempo para responder.
-Todavía no he llegado a donde quería llegar.
-Tiempo atrás tus objetivos eran muy diferentes. Quizás deberías recapacitar y plantearte qué es lo que te ha hecho cambiar -el doctor se encaminó hacia la puerta de la consulta-. Al anochecer voy a ir a pescar. ¿Quieres venirte?
-Amaia y Dani me están esperando.
-Hoy es el tercer jueves del mes. Todos los Romero se reúnen con sus padres y comen en casa de Amy.
Amaia no le había dicho nada.
-Gracias, pero, de todos modos, prefiero irme a casa.
Cuando llegó a casa, comprobó que el doctor tenía razón. Estaba vacía. Encontró una nota de Amaia y, a su lado, una carta urgente procedente de Valencia. Rápidamente, reconoció la letra de uno de sus compañeros de habitación. El corazón se le aceleró y la boca se le secó. Abrió el sobre con manos temblorosas. Leyó la carta dos veces y, finalmente, se dejó caer sobre una silla.
El doctor Alcántara tenía una inesperada plaza en su equipo aquel trimestre. Si Alfred quería aceptarla, tendría que avisar inmediatamente.
¿Realmente quería marcharse? ¡Por supuesto! Entrar a formar parte del equipo de Gibbons le permitiría especializarse un año antes de lo previsto. Pero, ¿y Dani?
¿Cuánto tiempo tardaría en encontrar un apartamento y alguien que se ocupara del pequeño? No podía dejar a su hijo en cualquier parte.
¿Y Amaia? ¿Consideraría la posibilidad de irse con él? La idea de marcharse sin ella le resultaba tremendamente dolorosa.
Pero, si ella no lo acompañaba, ¿cómo iban a acabar con aquel engañoso compromiso sin causarle más dolor y vergüenza?
Agarró las llaves del coche y salió.
No tenía ni idea de dónde vivía la hermana de Amaia, pero sabía que sólo era cuestión de preguntar al primer viandante que se cruzara.
Su teoría resultó ser cierta y veinte minutos más tarde ya había aparcado frente a la casa de Amy.
Siguió el olor de la carne a la barbacoa y el sonido de voces y se encaminó hacia la parte trasera de la casa.
Dani estaba en una piscina de plástico, chapoteando en el agua con otro par de niños. Amaia lo vigilaba desde su silla completamente relajada, hasta que lo vio a él.
Ella se volvió hacia su hermana, que estaba sentada al otro lado de la pequeña piscina, y le dijo algo. Luego se levantó lentamente.
Nunca antes la había visto en bañador y estaba preciosa. Con aquel atuendo podía apreciar sus piernas eternamente largas, sus senos turgentes y su cintura estrecha. El corazón se le aceleró a Alfred.
Ella se detuvo al otro lado de la verja.
-¿Has encontrado la carta que había junto a mi nota?
-Sí, y yo... -no podía encontrar las palabras para decirle que se marchaba.
-¿Era importante? -lo incitó a hablar.
-El doctor Alcántara tiene una plaza vacante en su equipo.
Ella notó presión en el pecho e inspiró lentamente.
-Eso significa que tendrás que marcharte cuanto antes para organizarlo todo.
-Sí -dijo él con dificultad-. Podemos decirle a todo el mundo que regresaré al final del trimestre y luego.... -se le formó un nudo en la garganta. Y se pasó la mano nerviosamente por el pelo.
-Quizás deberíamos decir la verdad -dijo Amaia mirándolo con solemnidad. El hizo una mueca.
-No, Amaia, no hagas eso. Sabes perfectamente qué sucedería.
Ella levantó la barbilla con orgullo.
-Sí, lo sé. Pero tengo veintiocho años y no creo que tengan derecho alguno a culparme por tratar de ser un poco feliz.
-Vente conmigo.
Ella esbozó una sonrisa cargada de dolor.
-No puedo. Quiero terminar aquí lo que he empezado.
-Mamama -Dani la llamó desde la piscina y un intenso pesar tiñó su mirada.
-Tengo que volver con Dani -abrió la puerta y lo invitó a entrar-. ¿Por qué no cenas con nosotros? -él dudó-. Por favor -insistió ella.
Alfred permitió que ella lo condujera hasta su familia, sabiendo que aquélla sería la última vez que lo acogerían amigablemente.
Durante las siguientes horas, lo trataron como si llevara años siendo parte del clan Romero. Siempre había habido entre sus miembros una camaradería y calidez envidiables. Se sentía como un traidor.
Los hermanos de Amaia acabaron convenciéndolo de que jugara al voleibol con ellos, mientras el resto de la familia mimaba a Dani. No quedaba ya nada del niño desorientado e infeliz que había sido durante las primeras semanas después de perder a su madre. Tenía que agradecérselo a Amaia. La buscó con la mirada. Estaba sentada en el césped junto a su hermana y su sobrino. Su rostro estaba apagado, entristecido y melancólico.
Su breve relación con Amaia había acabado y la pérdida le provocaba un profundo pesar.
Perder a Estela no le había dolido tanto. ¿Acaso no había amado realmente a Estela, sólo la había querido porque lo hacía sentir competente?
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