Oyó el sonido de un coche y se asomó a la ventada por vigésima vez aquella tarde. Por fin, lo vio bajarse del vehículo del doctor Finney y dirigirse hacia la casa.
Ella corrió a recibirlo a la puerta. Al abrir, se. encontró su expresión cansada y tensa.
-¿Cómo está el doctor?
El se detuvo en la entrada y no hizo amago alguno de entrar ni cuando ella se apartó para dejarle paso.
-Se pondrá bien. La cirugía ha sido un éxito.
Ella respiró profundamente.
-Alfred...
-¿Has conseguido el trabajo?
-Sí.
-Vamos a dar un paseo en el coche -le sugirió él-. He tenido un día horroroso y me gustaría ir a ver la puesta de sol junto al río.
Ella asintió.
-Voy a por un suéter.
Durante el trayecto, la tensión consumía el aire de la pequeña cabina del coche. Alfred no pronunció palabra y ella tampoco.
Al llegar junto al río, él se bajó y rodeó el coche para ayudarla a salir. Le ofreció su mano y ella la aceptó gustosa.
-Alfred, yo...
El se apartó de ella y la dejó con el resto de la frase en la boca.
-He traído un manta y algo de comida. ¿Has cenado ya?
-No -la espera había sido tan tensa que no había tenido tiempo de pensar en comer.
Extendió la manta y luego regresó al coche a por la cesta de picnic. Amaia lo siguió de un lado a otro y, finalmente, se quedó de pie ante la manta sin saber bien qué hacer.
Alfred sacó varias velas.
-Si quieres puedes encenderlas y colocarlas en las esquinas de la manta para que los mosquitos no nos devoren.
Ella siguió sus instrucciones con dedos temblorosos, mientras él colocaba los platos.
-Sabes que tenía previsto marcharme mañana -dijo él mirándola fijamente. Ella se sentó a su lado.
-Sí. Yo quería...
El acalló su boca posando el dedo sobre sus labios.
-Querías hacer de ésta una noche inolvidable. Yo también.
La pasión que se leía en sus ojos logró deshacer el nudo que Amaia tenía en el estómago.
Se inclinó sobre ella y la besó suavemente. Luego abrió la cesta, sacó la comida y unos palillos.
-No sé comer con palillos -dijo ella.
-Entonces tendrás que dejarme que yo lo haga por ti.
Lenta y seductoramente, él fue alimentándola, reservándose algunas piezas para sí. Una vez que hubieron terminado, él le rogó que se tumbara a ver la puesta de sol a su lado.
-Dejaremos el postre para después.
-¿Después de qué?
El se giró hacia ella y deslizó suavemente la mano por debajo de su camisa. Comenzó a acariciar el vientre, calentando algo más que su piel.
-Hagamos el amor, Amaia.
-¿Aquí?
El sol se acababa de poner y la luna aún no se dejaba ver. Sólo la suave luz de las velas manchaba de claridad la noche.
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