Alfred se apartó ligeramente y la miró tan confuso como ella. Retiró las manos y se pasó una por el pelo.
-Creo que acabas de propinarme un golpe inesperado.
Ella se rió a causa de la tensión y el placer de estar a su lado.
-Puede haber más si quieres.
Ella notó cómo los músculos que había bajo su camisa se endurecían y ella apartó las manos. Sus ojo la miraron directamente.
-¿Qué es exactamente lo que está sugiriendo, Amaia Romero?
Ella se mojó los labios.
-Yo no estoy buscando un marido. Tú no estás buscando una esposa. Pero los dos somos adultos con... necesidades -el rubor tintó sus mejillas-. Podríamos darles rienda suelta...
Él parpadeó.
-¿Me estás haciendo una proposición?
-Sí -dijo ella con inesperada valentía.
El la miró fijamente durante unos segundos.
-¿Tú sabes que yo me voy a marchar dentro de un par de meses y, a pesar de todo, te quieres acostar conmigo?
Ella levantó la barbilla y lo miró con firmeza.
-Sí. Cuando llegue el día nos diremos adiós hasta la próxima reunión de ex alumnos dentro de un año.
El se frotó la nuca.
-¿Y qué me dices de tus vecinos y tu reputación, de tu objetivo de llegar a ser directora de un colegio?
Sabía que hacerse una mala reputación implicaría decirle adiós al tipo de trabajo que quería.
-Si lo que suceda pasa sólo dentro de casa y queda entre nosotros nadie tiene por qué enterarse.
Ella se inclinó y uno de los tirantes dejó al descubierto su hombro.
Los dedos de Alfred se deslizaron seductoramente sobre su piel y ella sintió un escalofrío.
-¿No preferirías a un tipo que te pudiera dar el anillo y una casita blanca rodeada de una verja de madera?
-La verja y la casa ya las tengo. El anillo no lo necesito.
Pasaron unos largos segundos antes de que él dijera:
-Sí.
A Amaia se le aceleró el corazón desconcertada ante la respuesta. ¿A qué se refería?
-Podrías extenderte un poco más.
Una sonrisa picara se esbozó en sus labios.
-Amaia, si me «extiendo» un poco más, creo que se me va a reventar una vena.
Ella se llevó la mano hasta el pecho y contuvo las ganas de mirar su erección.
-Entonces, ¿estamos de acuerdo?
Alfred enlazó los dedos con los de ella y levantó ambas hasta su boca. Su aliento cálido rozó sus nudillos y ella notó que las piernas le temblaban.
-Tenemos un trato y será mejor que lo cumplas, Amaia Romero, porque nos esperaba un largo y cálido verano.
-Papapapapa...
Dani captó repentinamente la atención de Alfred. Desvió la mirada del rostro sofocado de Amaia hacia el pequeño que estaba en el suelo. Respiró profundamente y luego tragó saliva.
Su hijo lo estaba mirando fijamente y se sujetaba con una mano a su pantalón y con la otra al camisón de Amaia.
-Papapa...
Alfred se sintió emocionado.
-¿Me está llamando o sólo está haciendo prácticas de vocalización?
Amaia se puso en jarras al más puro estilo «profesora de instituto» y se volvió hacia él.
-La mayoría de los niños de nueve meses son capaces de reconocer a su padre y de llamarlo «papá».
El sonrió. Le gustaba el modo en que había pasado de estar sumergida en un juego sensual y cálido a dar la respuesta más aséptica de una profesora de escuela.
Se agachó para tomarlo en brazos. El niño levantó el camisón al que seguía agarrado, dejando al descubierto parte de esas mismas piernas que pronto podría tocar. ¡Cielo santo! Ya no podía excitarse más.
¿Cuánto tiempo habría de pasar antes de que Dani se durmiera la siesta?
De pronto se dio cuenta de que no estaba preparado para hacer el amor con ella aunque el niño pudiera dormirse en aquel instante.
-Amaia, no tengo preservativos y, aunque yo sé que no tengo nada contagioso y me consta que tú tampoco, no me gustaría arriesgarme a provocar otro embarazado no buscado. A menos que se te hubiera ocurrido a ti comprar una caja cuando planificaste esto...
-Yo no he planificado nada. Ha salido espontáneamente.
Él sintió un repentino nudo en el estómago.
-¿Quieres reconsiderarlo?
-No. Pero no quiero que compremos los condones en la ciudad. Todo el mundo sabrá entonces...
Lo de siempre. Todo el mundo sabría cuáles eran sus planes antes siquiera de que llegara a casa.
-De acuerdo, iré hasta Loma Alta.
Ella se llevó la mano hasta el cuello en un gesto de nerviosa aprensión.
-Me parece bien -dijo ella tímidamente.
-Amaia, si no estás segura...
-Lo estoy -afirmó ella cuadrándose de hombros.
Alfred agarró su mano y se la llevó a los labios.
-Amaia, cuando estés en el baño jabonándote, quiero que pienses que en algún momento esas manos sean las mías.
Al oír el coche de Alfred, notó que las manos le temblaban y tuvo que dejar la espátula de cocina para no acabar esparciendo la comida por todas partes.
No entendía por qué se encontraba así. Alfred la había llamado para informarla de que su jornada de trabajo le impediría ir a Loma Alta.
No podría ocurrir nada entre ellos aquella noche.
A pesar de todo, se había depilado y se había perfumado de arriba abajo.
Tenía la piel más sensible que de costumbre y notaba más que nunca el sensual tacto de su vestido de verano favorito.
Agarró a Dani en brazos, se dirigió a la puerta principal y la abrió. Alfred llegó hasta la entrada en un par de largas zancadas. Estaba guapísimo con su traje azul marino.
-Papá ya está en casa.
Dani no ocultó el rostro, pero tampoco hizo amago alguno de irse con él.
Después de un momento de duda, Alfred le pasó la mano por la cabeza.
-Hola, pequeñajo.
Entraron en la casa y cerraron la pesada puerta de madera. Pasaron al salón. El se aflojó la corbata, se soltó los botones de la camisa y, acto seguido, agarró a Amaia de la cintura. En el momento en que sus cuerpos colisionaron, a ella se le aceleró le pulso.
El la besó suavemente, primero en la frente, luego en la nariz y, finalmente, en la boca. Pero el beso fue demasiado breve.
-¿Qué tal día has tenido? -le preguntó él, apartándose levemente.
Amaia respondió como pudo, aún desconcertada por el gesto de Alfred.
-Dani y yo lo hemos pasado muy bien. ¿Y tú?
El hizo una mueca extraña.
-Frustrado. No he hecho más que esperar el momento de volver a casa para estar contigo. Ella se quedó completamente boquiabierta y anonadada.
Dani se removió en sus brazos, sacándola de su estupor. Lo puso en el suelo y el pequeño gateó rápidamente hacia los juguetes que Amaia le había colocado en una manta en el suelo.
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