CAPÍTULO 47

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Hoy era el día de la esperada cita en la playa.

— Tengo mucho que arreglar — al principio no entendí por qué Marcus había dicho eso mientras salíamos de mi casa después de despedirnos de mis padres.

Comprendí sus palabras mientras hacíamos fila para entrar a ver Jurassic World: el reino caído, al mismo cine donde hacía unos años atrás nos habían expulsado por armar una pelea.

Marcus compró dos vasos de gaseosa y una caja de pochoclos. Y no quiso recibir mi parte del dinero a pesar de que insistí bastante.

— Yo te invité. Déjame pagar esta vez. Quiero que todo sea perfecto.

Nos sentamos en la cuarta fila, en los asientos del centro y esperamos unos minutos hasta que las personas terminaran de acomodarse.

Era como estar reviviendo un recuerdo en el presente. No podía sacarme esa sensación de déjà vu de mi mente.

La película comenzó y mi corazón empezó a latir con fuerza. Estar cerca de Marcus era perjudicial para mi salud, siempre hacía que mi corazón se alocara y me generaba taquicardia.

Esta vez fue muy diferente a cuando vinimos a ver Jurassic Park III, principalmente porque esta vez éramos dos y no cuatro, y esta vez sí vimos la película hasta el final y ninguna acomodadora cara de bulldog vino a echarnos.

Cada uno tenía su vaso de gaseosa y compartíamos la caja de pochoclos como personas civilizadas. Marcus la había dejado en el medio de ambos asientos para que cada uno pudiera tomar tantos pochoclos como y cuando quisiera.

Mis dedos fueron apresados de manera tierna cuando unas lágrimas escaparon de mis ojos cuando el brachiosaurus era abandonado en la orilla de la isla, para ser envuelto en cenizas y fuego hallando su propia tumba. Y desde ese momento, Marcus, no volvió a soltarme la mano. Salimos del cine todavía con nuestros dedos entrelazados, y de allí nos dirigimos a la playa.

Nos sentamos en la arena, durante más de dos horas, atareándonos de las papas fritas que habíamos comprado en el camino. Hablamos de cosas sin sentidos y reímos de tantas estupideces como se nos ocurrieron. El sol se fue muriendo en el horizonte, hasta perderse en la línea del mar. El cielo había adoptado un tinte anaranjado y de otros colores cálidos. Y yo sentí paz después de tanto tiempo. Por un minuto pude olvidarme de todos mis problemas y miedos. Ya no existía más Lea ni Nicholas, ya no estaban más mis mentiras dichas, ni mis planes fracasados. Sólo éramos Marcus y yo, no existía nada ni nadie más. Y comprendí que en esta vida no necesitaba nada más que esto.

Aparté mis ojos del ocaso para fijarlos en Marcus. Lo había comprendido. Ya sabía que era lo correcto por hacer.

No todo estaba perdido, me quedaba algo, y eso era Marcus. ¿Debería darle una oportunidad? ¿Una de verdad, no una donde esté fingiendo ser su novia?

Y me sorprendió que ya sabía la respuesta desde hacía tiempo y siempre la había estado ignorando. Fingiendo ignorancia, cuando siempre supe que era lo correcto, lo que tenía que hacer.

Iba a decir algo, pero Marcus se me adelantó, mostrándome un caracol de mar.

— ¿Y esto? — le pregunté confundida.

— ¿Todavía conservas esa ostra? — me preguntó y supe a cuál se refería.

— No, se me perdió hace unos años — recordé que ese día lloré mucho por permitirme a mí misma perder un obsequio de Nicholas.

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