Capítulo XIII: Érase una vez El Viaje

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Miércoles 10 de noviembre, 2010. 8:30 am.

Ya se había vuelto una costumbre que Luis fuese el manitas que hacía el trabajo sucio. Primero fue abriendo la puerta del apartamento prohibido, luego abriendo las puertas de los autos donde pasaron la noche y ahora, de alguna manera que nadie entendía, logró encender varios autos.

– ¿Dónde carajo aprendiste esas cosas?– le preguntó el profesor Víctor.

– Mi padre siempre olvidaba las llaves de su carro por ahí y tenía que recurrir a esto.

Nadie le creía, pero qué más daba. Al menos era útil.

Se las arreglaron para apropiarse de cuatro automóviles. Ninguno era la gran cosa, pero al menos serían útiles para el viaje hasta el centro comercial.

Se veían incómodos tratando de meterse todos en cuatro pequeños carros, pero es que sólo había cuatro personas en el grupo que sabían conducir, así que no les quedaba de otra.

– Bien, repasaremos el plan– anunció Iván–. Iremos en caravana todo el camino. No iremos demasiado rápido ni demasiado lento, porque no sabemos con qué nos toparemos en la Boyacá. Un cambio de luces significa «avancen», dos cambios de luces significa «peligro a la vista», tres cambios de luces significa «deténganse». ¿Entendido?

– Sí, ya entendimos. ¿Nos vamos?– Nicholas ya estaba acomodado en el asiento del copiloto del auto que manejaría Iván. Detrás él estaban Sebastián, a la ventana izquierda; Giovanni, a la ventana derecha; Luna y Jennifer en medio.

– Nos vemos allá– sonrió Pedro chocando puños con Iván. En su auto irían Adriana, Edwin, la profesora Tania, la profesora Isabel y tres de sus niños.

– Es hora de irnos– el profesor Víctor había elegido el Hyundai deportivo, donde estarían Miguel, Warein, Mafe y la pequeña Joana de cuarto grado.

– No se preocupen que yo sé conducir muy bien– alardeaba Luis a sus tripulantes, que eran el profesor David, Brenda, Daniel y Johan.

Los cuatro vehículos se pusieron en marcha. Había un nerviosismo implícito en el hecho de que el ruido propio de un carro alertara a más comecarnes de los que pudieran manejar, pero era arriesgarse o morir de hambre. Tampoco estaban seguros de que la Avenida Boyacá no estuviera llena de esas cosas, teniendo en cuenta que era una de las avenidas más concurridas de la ciudad.

El carro de adelante era el de Pedro. Se detuvo en la esquina de la Boyacá. Hizo tres veces el cambio de luces para indicar a los demás que debían detenerse.

Iván, que iba detrás, bajó la ventanilla para preguntar:

– ¿Qué pasa?

Pedro bajó del auto, arma en mano, con la finalidad de inspeccionar la avenida antes de adentrarse en ella.

Todo parecía tranquilo. No se escuchaba un solo ruido diferente al de los motores de los cuatro autos. A lo lejos había una columna de humo y el hedor en el aire era espantoso, pero nada de qué preocuparse demasiado.

Pedro regresó al carro e hizo cambio de luces una vez para indicar que avanzaran.

– Nunca había visto la Boyacá tan tranquila. Podría acostumbrarme a esto– comentó Luna a su novio.

– Sí... demasiado tranquila, ¿no crees?– le respondió el venezolano.

Ese último apunte había encendido todas las alarmas en la mente de Nicholas. En verdad la avenida estaba demasiado tranquila. Mientras avanzaban no habían visto al primer muerto viviente que deambulara por las calles. Algo demasiado extraño para una avenida por la que pasaban millones de personas al día.

Bogotá Z: Colegio zombiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora