CAPÍTULO 0

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Las calles oscuras y laberínticas se extendían a lo largo de la ciudad, camufladas en una extraña neblina. Era invierno y el viento, feroz, azotaba mi cara y revolvía mi pelo haciendo que no viese apenas. Una fría oscuridad era lo único que me acompañaba hacia casa aquel día de mediados de febrero.

No era la primera vez que caminaba por allí, era frecuente en mí volver de clases de matemáticas por aquel lugar. No era el camino más seguro, pero sí el más corto; y mis ganas por querer llegar a casa, que se multiplicaban a cada paso que daba, me habían empujado a volver por esa calle.

La música hacía que nada más escuchase, ya que a todo volumen iba.

Aquel día no había sido el mejor, ni tampoco el anterior, ni el anterior. En general aquel estúpido mes no había sido el mejor, es más, podría clasificarse para el ranking de los tres peores meses de mi vida. Solo quería llegar a casa, ducharme y meterme en la cama hasta quedarme dormida y soñar... Otra cosa más que necesitaba, dormir. Dormir profundamente, ya que hacía noches que no pegaba ojo, y cuando lo hacía el mismo extraño sueño interrumpía; era algo que empezaba a ocupar la mayor parte de mis pensamientos, ese sueño, ese raro sueño, en el cual siempre aparecía lo mismo: la misma persona, las mismas palabras y la misma voz.

El viento aumentó su fuerza y comenzó a ser acompañado por una lluvia gélida y doliente que a cada contacto con ella hacia que me estremeciera, una lluvia que tarde o temprano, más temprano que tarde, empezó a mojar hasta la camiseta que llevaba debajo del abrigo, por no decir mis pantalones, los cuales ya se daban por limpios después de aquella tormenta invernal. Mis ganas por llegar a casa se hicieron más grandes, y con ellas, mis pasos.

De repente las pocas farolas que alumbraban la calle, se apagaron, fenecieron en la oscuridad de la noche. Y en ese momento me sentí más sola que en toda mi vida. Decidí quitarme los auriculares y apagar la música, sin guardarme el móvil, de nuevo, en el bolsillo por lo que pudiese pasar; y dejé puestos todos mis sentidos en la calle, en aquel momento de tensión que me producía esa soledad.

El único sonido que acompañaba a mi respiración, era el de mi corazón latir rápido, tanto o más que después de correr un kilómetro en educación física; hasta que unos pasos se escucharon tras de mí, haciendo que el resquicio de seguridad que guardaba dentro de mí se fugase en menos de un segundo.

Lentamente, me fui girando sobre mí misma, con una tensión difícil de describir, y aguantando la respiración por miedo a que me descubriese, si no lo había hecho todavía. Poco a poco conseguí captar entre las sombras de la noche, una figura masculina, de un metro ochenta y cinco, lo que quería decir que medía, aproximadamente, veinte centímetros más que yo. Al igual que me fijé en su estatura también me percaté de un pasamontañas que cubría su cara. Aun así, me atreví a deducir que no tendría más de dieciocho años.

Su musculado pecho subía y bajaba rápidamente, lo que quería decir que tal vez habría corrido antes de plantarse delante mío. A continuación, dio un paso hacia mí, lo que hizo que por un momento mi corazón se parase y luego comenzase a latir muy rápido, más de lo que hasta ahora había hecho.

Pese al frío que había en el ambiente, de la lluvia que se precipitaba a la oscura calle, por mi cuello se escurrió una gota de sudor, producida por la tensión que me estaba consumiendo a cada segundo que pasaba.

Por mi cabeza se cruzó una estelar idea, la de correr con toda la fuerza que me veía capacitada a emplear en ese momento; pero aquella idea se fue con un soplido del viento que acaba de remover mi pelo, al ver en la mano derecha, de aquel siniestro hombre, una pistola. Acto seguido esta pistola estaba siendo apuntada hacia mí.

Si esos iban a ser mis últimos minutos viva, no pensaba desperdiciarlos de aquella forma. Cogí cuanto aire pude e intenté pronunciar con la poca fuerza que tenía un "¿Quién eres?", cuando de repente la luz de la farola más cercana volvió a lucir, e iluminar lo suficiente para delatar algún que otro rasgo más de quien podría ser mi asesino. Estaba lo suficientemente cerca de él para darme cuenta de que tenía un pequeño tatuaje en la mano que no poseía el arma, un tatuaje que parecía ser un círculo con una flecha dentro apuntando hacia abajo; sus ojos eran tan grises como el cielo en plena tormenta de verano; y la ropa que llevaba era totalmente negra.

Pero que la luz hubiese vuelto a lucir no había hecho cambiar la idea de aquel hombre que seguía apuntándome con la pistola, que me empezaba a poner nerviosa.

Pasaron unos minutos hasta que aquel hombre decidiese hacer lo que yo sabía que tarde o temprano iba a llevar a cabo: un disparo. Fue tan rápido que ni me dio tiempo a parpadear. El disparo cortó el aire y penetró por mi hombro izquierdo, haciendo comenzar un insoportable dolor que hizo que cayese al suelo.

Tardé unos segundos en volver en mí, los suficientes para que a aquella extraña presencia le hubiese dado tiempo a escapar.

Lo siguiente que recuerdo a aquel disparo es tan borroso que dudo que sea así cómo pasó. Recuerdo que el viento de un soplido susurró algo a mi oído, algo que por mucho que intentase que no me afectase, me afectó.

Mi pecho subía y bajaba rápidamente, y una a una, lágrimas se dejaban escurrir por mi cara. Cerré los ojos como si así pudiese retener la imagen de aquel hombre, de aquel disparo, en mi tan desordenado pensamiento.

Y entonces un grito surgió de lo más profundo de mi garganta, seguido de más lágrimas.

No era consciente del tiempo que iba transcurriendo, pero en ese momento, tal vez ese fuese el menor de mis problemas. De repente habían surgido tantas dudas, tantas preguntas... ¿Por qué ese disparo? ¿Por qué a mí? ¿Qué había hecho yo? Y lo que era aún más importante: ¿Quién era aquel hombre?

Mi respiración parecía escucharse en cada rincón de la calle, que sin duda acababa de convertirse en la calle de mis pesadillas, de mis peores pesadillas.

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Dúo ánimas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora